TANTO GUSTO
Cuando la gente habla de
«moral» y sobre todo de «inmoralidad», el ochenta por ciento de las veces —y
seguro que me quedo corto— el sermón trata de algo referente al sexo. Tanto que
algunos creen que la moral se dedica ante todo a juzgar lo que la gente hace con
sus genitales. El disparate no puede ser mayor y supongo que por poca atención
que le hayas dedicado a lo que te vengo diciendo hasta ahora ya no se te
ocurrirá compartirlo. En el sexo, de por sí, no hay nada más «inmoral» que en
la comida o en los paseos por el campo; claro que alguien puede comportarse
inmoralmente en el sexo (utilizándolo para hacer daño a otra persona, por
ejemplo), lo mismo que hay quien se come el bocadillo del vecino o aprovecha
sus paseos para planear atentados terroristas. Y por supuesto, como la relación
sexual puede llegar a establecer vínculos muy poderosos y complicaciones
afectivas muy delicadas entre la gente, es lógico que se consideren
especialmente los miramientos debidos a los semejantes en tales casos. Pero,
por lo demás, te digo rotundamente que en lo que hace disfrutar a dos y no daña
a ninguno no hay nada de malo. El que de veras esta «malo» es quien cree que
hay algo de malo en disfrutar… No sólo es que «tenemos»
un cuerpo, como suele
decirse (casi con resignación), sino que somos un cuerpo, sin cuya satisfacción
y bienestar no hay vida buena que valga. El que se avergüenza de las
capacidades gozosas de su cuerpo es tan bobo como el que se avergüenza de
haberse aprendido la tabla de multiplicar.
Desde luego, una de las funciones
indudablemente importantes del sexo es la procreación. ¡Qué te voy a contar a
ti, que eres hijo mío! Y es una consecuencia que no puede ser tomada a la
ligera, pues impone obligaciones ciertamente éticas: repasa, si no te acuerdas,
lo que te he contado antes sobre la responsabilidad como reverso inevitable de
la libertad. Pero la experiencia sexual no puede limitarse simplemente a la
función procreadora. En los seres humanos, los dispositivos naturales para
asegurar la perpetuación de la especie tienen siempre otras dimensiones que la
biología no parece haber previsto. Se les añaden símbolos y refinamientos,
invenciones preciosas de esa libertad sin la que los hombres no seríamos
hombres. Es paradójico que sean los que ven algo de «malo» o al menos de
«turbio» en el sexo quienes dicen que dedicarse con demasiado entusiasmo a él
animaliza al hombre. La verdad es que son precisamente los animales quienes
sólo emplean el sexo para procrear, lo mismo que sólo utilizan la comida para
alimentarse o el ejercicio físico para conservar la salud; los humanos, en
cambio, hemos inventado el erotismo, la gastronomía y el atletismo.
El sexo es un mecanismo de reproducción
para los hombres, como también para los ciervos y los besugos; pero en los
hombres produce otros muchos efectos, por ejemplo la poesía lírica y la
institución matrimonial que ni los ciervos ni los besugos conocen (no sé si por
desgracia o por suerte para ellos). Cuanto más se separa el sexo de la simple
procreación, menos animal y más humano resulta. Claro que de ello se derivan
consecuencias buenas y malas, como siempre que la libertad está en juego…
Pero de ese problema te vengo hablando
casi desde la primera página de ese rollo.
Lo que se agazapa en toda esa obsesión
sobre la «inmoralidad» sexual no es ni más ni menos que uno de los más viejos
temores sociales del hombre: el miedo al placer. Y como el placer sexual
destaca entre los más intensos y vivos que pueden sentirse, por eso se ve
rodeado de tan enfáticos recelos y cautelas. ¿Por qué asusta el placer? Supongo
que será porque nos gusta demasiado. A lo largo de los siglos, las sociedades
siempre han intentado evitar que sus miembros se aficionasen a darle marcha al
cuerpo a todas horas, olvidando el trabajo, la previsión del futuro y la defensa
del grupo: la verdad es que uno nunca se siente tan contento y de acuerdo con
la vida como cuando goza, pero si se olvida de todo lo demás puede no durar
mucho vivo. La existencia humana ha sido en toda época y momento un juego
peligroso y eso vale para las primeras tribus que se agruparon junto al fuego
hace millares de años y para quienes hoy tenemos que cruzar la calle cuando
vamos a comprar el periódico. El placer nos distrae a veces más de la cuenta,
cosa que puede resultarnos fatal. Por eso los placeres se han visto siempre
acosados por tabúes y restricciones, cuidadosamente racionados, permitidos sólo
en ciertas fechas, etc.: se trata de precauciones sociales (que a veces
perduran aun cuando ya no hacen falta) para que nadie se distraiga demasiado
del peligro de vivir.
Por otro lado están quienes sólo
disfrutan no dejando disfrutar. Tienen tanto miedo a que el placer les resulte
irresistible, se angustian tanto pensando lo que les puede pasar si un día le
dan de verdad gusto al cuerpo, que se convierten en calumniadores profesionales
del placer. Que si el sexo esto, que si la comida y la bebida lo otro, que si
el juego lo de más allá, que si basta de risas y fiestas con lo triste que es el mundo, etc. Tú, ni caso.
Todo puede llegar a sentar mal o servir para hacer el mal, pero nada es malo
sólo por el hecho de que le dé gusto hacerlo. A los calumniadores profesionales
del placer se les llama «puritanos». ¿Sabes quién es puritano? El que asegura
que la señal de que algo es bueno consiste en que no nos gusta hacerlo. El que
sostiene que siempre tiene más mérito sufrir que gozar (cuando en realidad
puede ser más meritorio gozar bien que sufrir mal). Y lo peor de todo: el
puritano cree que cuando uno vive bien tiene que pasarlo mal y que cuando uno lo
pasa mal es porque está viviendo bien. Por supuesto, los puritanos se
consideran la gente más «moral» del mundo y además guardianes de la moralidad
de sus vecinos.
No quiero ser exagerado, aunque suelo
serlo, pero yo te diría que es más «decente» y más «moral» el sinvergüenza
corriente que el puritano oficial. Su modelo suele ser la señora de aquel
cuento… ¿te acuerdas ? Llamó a la policía para protestar de que había unos
chicos desnudos bañándose delante de su casa. La policía alejó a los chicos,
pero la señora volvió a llamar diciendo que se estaban bañando (desnudos,
siempre desnudos) un poco más arriba y que seguía el escándalo. Vuelta a
alejarlos la policía y vuelta a protestar la señora. «Pero señora —dijo el
inspector—, si los hemos mandado a más de un kilómetro y medio de distancia…» Y
la puritana contestó, «virtuosamente» indignada: «¡pero con los gemelos todavía
sigo viéndolos!»
Como a mi juicio el puritanismo es la
actitud más opuesta que puede darse a la ética, no me oirás ni una palabra
contra el placer ni por supuesto intentaré de ningún modo que te avergüences,
aunque sea poquito, por el apetito de disfrutar lo más posible con cuerpo y
alma. Incluso estoy dispuesto a repetirte con la mayor convicción el consejo de
un viejo maestro francés que mucho te recomiendo, Michel de Montaigne: «Hay que
retener con todas nuestras uñas y dientes el uso de los placeres de la vida,
que los años nos quitan de entre las manos unos después de otros.» En esa frase
de Montaigne quiero destacarte dos cosas. La primera aparece al final de la
recomendación y dice que los años nos van quitando sin cesar posibilidades de
gozo por lo que no es prudente esperar demasiado para decidirse a pasarlo bien.
Si tardas mucho en pasarlo bien, terminas por pasar de pasarlo bien…
Hay que saber entregarse al saboreo del
presente, lo que los romanos (y el un poco latoso profe-poeta de El club de los
poetas muertos) resumían en el dicho carpe diem.
Pero esto no quiere decir que tengas que
buscar hoy todos los placeres sino que debes buscar todos los placeres de hoy.
Uno de los medios más seguros de estropear los goces del presente es empeñarte
en que cada momento tenga de todo y que te brinde las satisfacciones más
dispares e improbables. No te obsesiones con meter a la fuerza en el instante
que vives los placeres que no pegan; procura más bien encontrarle el guiño
placentero a todo lo que hay. Vamos: no dejes que se te enfríe el huevo frito
por esforzarte a contracorriente en conseguir una hamburguesa ni le amargues la
hamburguesa ya servida porque le falta ketchup… Recuerda que lo placentero no
es el huevo, ni la hamburguesa, ni la salsa, sino lo bien que tú sepas
disfrutar con lo que te rodea.
Lo cual me lleva al principio de la cita
de Montaigne que antes te puse, cuando habla de aferrarse con uñas y dientes al
uso de los placeres de la vida». Lo bueno es usar los placeres, es decir, tener
siempre cierto control sobre ellos que no les permita revolverse contra el
resto de lo que forma tu existencia personal. Recuerda que hace bastantes páginas,
con motivo de Esaú y sus lentejas recalentadas, hablamos de la complejidad de
la vida y de lo recomendable que es para vivirla bien no simplificarla más de
lo debido. El placer es muy agradable pero tiene una fastidiosa tendencia a lo excluyente:
si te entregas a él con demasiada generosidad es capaz de irte dejando sin nada
con el pretexto de hacértelo pasar bien. Usar los placeres, como dice
Montaigne, es no permitir que cualquiera de ellos te borre la posibilidad de
todos los otros y que ninguno te esconda por completo el contexto de la vida
nada simple en que cada uno tiene su ocasión. La diferencia entre el «uso» y el
«abuso» es precisamente ésa: cuando usas un placer, enriqueces tu vida y no
sólo el placer sino que la vida misma te gusta cada vez más; es señal de que
estás abusando el notar que el placer te va empobreciendo la vida y que ya no
te interesa la vida sino sólo ese particular placer.
O sea que el placer ya no es un
ingrediente agradable de la plenitud de la vida, sino un refugio para escapar
de la vida, para esconderte de ella y calumniarla mejor…
A veces decimos eso de «me muero de
gusto». Mientras se trate de lenguaje figurado no hay nada que objetar, porque
uno de los efectos benéficos del placer muy intenso es disolver todas esas armaduras
de rutina, miedo y trivialidad que llevamos puestas y que a menudo nos amargan
más de lo que nos protegen; al perder esas corazas parecemos «morir» respecto a
lo que habitualmente somos, pero para renacer luego más fuertes y animosos. Por
eso los franceses, especialistas delicados en esos temas, llaman al orgasmo «la
petite morte», la muertecita… Se trata de una «muerte» para vivir más y mejor,
que nos hace más sensibles, más dulce o fieramente apasionados. Sin embargo, en
otros casos el gusto que obtenemos amenaza con matarnos en el sentido más
literal e irremediable de la palabra. O mata nuestra salud y nuestro cuerpo, o
nos embrutece matando nuestra humanidad, nuestros miramientos para con los
demás y para con el resto de lo que constituye nuestra vida. No voy a negarte
que haya ciertos placeres por los que pueda merecer la pena jugarse la vida.
El «instinto de conservación» a toda
costa está muy bien pero no es más que eso: un instinto. Y los humanos vivimos
un poco más allá de los instintos o si no la cosa tiene poca gracia. Desde el
punto de vista del médico o del acojonado profesional, ciertos placeres nos
hacen daño y suponen un peligro, aunque para quienes tenemos una perspectiva
menos clínica sigan siendo muy respetables y considerables. Sin embargo,
permíteme que desconfíe de todos los placeres cuyo principal encanto parezca
ser el «daño» y el «peligro» que proporcionan. Una cosa es que te «mueras de
gusto» y otra bastante distinta que el gusto consista en morirse… o al menos en
ponerse «a morir». Cuando un placer te mata, o está siempre —para darte gusto—
a punto de matarte o va matando en ti lo que en tu vida hay de humano (lo que
hace tu existencia ricamente compleja y te permite ponerte en el lugar de los
otros)… es un castigo disfrazado de placer, una vil trampa de nuestra enemiga
la muerte. La ética consiste en apostar a favor de que la vida vale la pena, ya
que hasta las penas de la vida valen la pena. Y valen la pena porque es a
través de ellas como podemos alcanzar los placeres de la vida, siempre
contiguos —es el destino— a los dolores. De modo que si me das a elegir
obligadamente entre las penas de la vida y los placeres de la muerte elijo sin
dudar las primeras… ¡precisamente porque lo que me gusta es disfrutar y no
perecer! No quiero placeres que me permitan huir de la vida, sino que me la
hagan más intensamente grata.
Y ahora viene la pregunta del millón
¿cuál es la mayor gratificación que puede darnos algo en la vida? ¿Cuál es la
recompensa más alta que podemos obtener de un esfuerzo, una caricia, una
palabra, una música, un conocimiento, una máquina, o de montañas de dinero, del
prestigio, de la gloria, del poder, del amor, de la ética o de lo que se te
ocurra? Te advierto que la respuesta es tan sencilla que corre el riesgo de decepcionarte:
lo máximo que podemos obtener sea de lo que sea es alegría. Todo cuanto lleva a
la alegría tiene justificación (al menos desde un punto de vista, aunque no sea
absoluto) y todo lo que nos aleja sin remedio de la alegría es un camino equivocado.
¿Qué es la alegría? Un «sí» espontáneo a la vida que nos brota de dentro, a
veces cuando menos lo esperamos. Un «sí» a lo que somos, o mejor, a lo que sentimos
ser. Quien tiene alegría ya ha recibido el premio máximo y no echa de menos nada;
quien no tiene alegría —por sabio guapo, sano, rico poderoso, santo, etc., que
sea— es un miserable que carece de lo más importante. Pues bien, escucha: el
placer es estupendo y deseable cuando sabemos ponerlo al servicio de la
alegría, pero no cuando la enturbia o la compromete. El límite negativo del
placer no es el dolor, ni siquiera la muerte, sino la alegría: en cuanto
empezamos a perderla por determinado deleite, seguro que estamos disfrutando
con lo que no nos conviene. Y es que la alegría, no sé si vas a entenderme
aunque no logro explicarme mejor, es una experiencia que abarca placer y dolor,
muerte y vida; es la experiencia que definitivamente acepta el placer y el
dolor, la muerte y la vida.
Al arte de poner el placer al servicio de
la alegría es decir, a la virtud que sabe no ir a caer del gusto en el
disgusto, se le suele llamar desde tiempos antiguos templanza. Se trata de una
habilidad fundamental del hombre libre pero hoy no está muy de moda: se la
quiere substituir por la abstinencia radical o por la prohibición policíaca.
Antes que intentar usar bien algo de lo que se puede usar mal (es decir, abusar),
los que han nacido para robots prefieren renunciar por completo a ello y, si es
posible que se lo prohíban desde fuera, para que así su voluntad tenga que
hacer menos ejercicio. Desconfían de todo lo que les gusta; o, aún peor, creen
que les gusta todo aquello de lo que desconfían. «¡Que no me dejen entrar en un
bingo, porque me lo jugaré todo! ¡Que no me consientan probar un porro, porque me
convertiré en un esclavo babeante de la droga!» Etc. Son como esa gente que
compra una máquina que les da masajes en la barriga para no tener que hacer
flexiones con su propio esfuerzo.
Y claro, cuanto más se privan a la fuerza
de las cosas, más locamente les apetecen, más se entregan a ellas con mala
conciencia, dominados por el más triste de todos los placeres: el placer de
sentirse culpables. Desengáñate: cuando a uno le gusta sentirse «culpable»,
cuando uno cree que un placer es más placer auténtico si resulta en cierto modo
«criminal», lo que se está pidiendo a gritos es castigo… El mundo está lleno de
supuestos «rebeldes» que lo único que desean en el fondo es que les castiguen
por ser libres, que algún poder superior de este mundo o de otro les impida
quedarse a solas con sus tentaciones.
En cambio, la templanza es amistad
inteligente con lo que nos hace disfrutar. A quien te diga que los placeres son
«egoístas» porque siempre hay alguien sufriendo mientras tú gozas, le respondes
que es bueno ayudar al otro en lo posible a dejar de sufrir, pero que es
malsano sentir remordimientos por no estar en ese momento sufriendo también o
por estar disfrutando como el otro quisiera poder disfrutar.
Comprender el sufrimiento de quien padece
e intentar remediarlo no supone más que interés porque el otro pueda gozar
también, no vergüenza porque tú estés gozando.
Sólo alguien con muchas ganas de
amargarse la vida y amargársela a los demás puede llegar a creer que siempre se
goza contra alguien. Y a quien veas que considera «sucios» y «animales» todos
los placeres que no comparte o que no se atreve a permitirse, te doy permiso
para que le tengas por sucio y por bastante animal. Pero yo creo que esta
cuestión ha quedado ya suficientemente clara, ¿no?.
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