ELECCIONES GENERALES
Por todas partes te lo van a decir, de modo que no tendremos más remedio que hablar también un poco de ello. «¡La política es una vergüenza, una inmoralidad, los políticos no tienen ética!», ¿a que has oído repetir cosas así un millón de veces? Como primera norma, en estas cuestiones de las que venimos hablando lo más prudente es desconfiar de quienes creen en que su «santa» obligación consiste en lanzar siempre rayos y truenos morales contra la gente en general, sean los políticos, las mujeres, los judíos, los farmacéuticos o el pobre y simple ser humano tomado como especie. La ética, ya lo hemos dicho pero nunca viene mal repetirlo, no es un arma arrojadiza ni munición destinada a pegarle buenos cañonazos al prójimo en su propia estima. Y mucho menos al prójimo en general, igual que si a los humanos nos hiciesen en serie como a los donuts. Para lo único que sirve la ética es para intentar mejorarse a uno mismo, no para reprender elocuentemente al vecino; y lo único seguro que sabe la ética es que el vecino, tú, yo y los demás estamos todos hechos artesanalmente, de uno en uno, con amorosa diferencia. De modo que a quien nos ruge al oído: «¡Todos los… (políticos, negros, capitalistas, australianos, bomberos, lo que se prefiera) son unos inmorales y no tienen ni pizca de ética!», se le puede responder amablemente: «Ocúpate de ti mismo, so capullo, que más te vale», o cosa parecida.
Ahora bien: ¿Por qué tienen tan
mala fama los políticos? A fin de cuentas, en una democracia políticos somos
todos, directamente o por representación de otros. Lo más probable es que los
políticos se nos parezcan mucho a quienes les votamos, quizá incluso demasiado;
si fuesen muy distintos a nosotros, mucho peores o exageradamente mejores que
el resto, seguro que no les elegiríamos para representarnos en el gobierno.
Sólo los gobernantes que no llegan al poder por medio de elecciones generales
(como los dictadores, los líderes religiosos o los reyes) basan su prestigio en
que se les tenga por diferentes al común de los hombres. Como son distintos a
los demás (por su fuerza, por inspiración divina, por la familia a que
pertenecen o por lo que sea) se consideran con derecho a mandar sin someterse a
las urnas ni escuchar la opinión de cada uno de sus conciudadanos. Eso sí,
asegurarán muy serios que el «verdadero» pueblo está con ellos, que la «calle»
les apoya con tanto entusiasmo que no hace falta ni siquiera contar a sus
partidarios para saber si son muchos o menos de muchos. En cambio quienes
desean alcanzar sus cargos por vía electoral procuran presentarse al público
como gente corriente, muy «humanos»,
con las mismas aficiones,
problemas y hasta pequeños vicios que la mayoría cuyo refrendo necesitan para
gobernar. Por supuesto, ofrecen ideas para mejorar la gestión de la sociedad y
se consideran capaces de ponerlas competentemente en práctica, pero son ideas
que cualquiera debe poder comprender y discutir, así como tienen que aceptar
también la posibilidad de ser sustituidos en sus puestos si no son tan
competentes como dijeron o tan honrados como parecían. Entre esos políticos los
habrá muy decentes y otros caraduras y aprovechados, como ocurre entre los bomberos,
los profesores, los sastres, los futbolistas y cualquier otro gremio. Entonces,
¿de dónde viene su notoria mala fama?
Para empezar, ocupan lugares
especialmente visibles en la sociedad y también privilegiados. Sus defectos son
más públicos que los de las restantes personas; además, tienen más ocasiones de
incurrir en pequeños o grandes abusos que la mayoría de los ciudadanos de a
pie. El hecho de ser conocidos, envidiados e incluso temidos tampoco contribuye
a que sean tratados con ecuanimidad. Las sociedades igualitarias, es decir,
democráticas, son muy poco caritativas con quienes escapan a la media por
encima o por abajo: al que sobresale, apetece apedrearle, al que se va al
fondo, se le pisa sin remordimiento. Por otra parte, los políticos suelen estar
dispuestos a hacer más promesas de las que sabrían o querrían cumplir. Su
clientela se lo exige (quien no exagera las posibilidades del futuro ante sus
electores y no hace mayor énfasis en las dificultades que en las ilusiones,
pronto se queda solo. Jugamos a creernos que los políticos tienen poderes
sobrehumanos y luego no les perdonamos la decepción inevitable que nos causan.
Si confiásemos menos en ellos desde el principio, no tendríamos que aprender a
desconfiar tanto de ellos más tarde. Aunque a fin de
cuentas siempre es
mejor que sean
regulares, tontorrones y
hasta algo
«chorizos», como tú o como yo,
mientras sea posible criticarles, controlarles y cesarles cada cierto tiempo;
lo malo es cuando son «jefes» perfectos a los cuales, como se suponen a sí
mismos siempre en posesión de la verdad no hay modo de mandarles a casa más que
tiros… Dejemos en paz a los señores políticos, que bastantes jaleos provocan ya
sin nuestra ayuda. Lo que a ti y a mí nos importa ahora es si la ética y la política
tienen mucho que ver y cómo se relacionan. En cuanto a su finalidad, ambas
parecen fundamentalmente emparentadas: ¿no se trata de vivir bien en los dos
casos? La ética es el arte de elegir lo que más nos conviene y vivir lo mejor
posible; el objetivo de la política es el de organizar lo mejor posible la
convivencia social, de modo que cada cual pueda elegir lo que le conviene. Como
nadie vive aislado (ya te he hablado de que tratar a nuestros semejantes
humanamente es la base de la buena vida), cualquiera que tenga la preocupación
ética de vivir bien no puede desentenderse olímpicamente de la política. Sería
como empeñarse en estar cómodo en una casa pero sin querer saber nada de las
goteras, las ratas, la falta de calefacción y los cimientos carcomidos que
pueden hacer hundirse el edificio entero mientras
dormimos…
Sin embargo, tampoco faltan las
diferencias importantes entre ética y política. Para empezar, la ética se ocupa
de lo que uno mismo (tú, yo o cualquiera) hace con su libertad, mientras que la
política intenta coordinar de la manera más provechosa para el conjunto lo que
muchos hacen con sus libertades. En la ética, lo importante es querer bien,
porque no se trata más que de lo que cada cual hace porque quiere (no de lo que
le pasa a uno quiera o no, ni de lo que hace a la fuerza). Para la política, en
cambio, lo que cuentan son los resultados de las acciones, se hagan por lo que
se hagan, y el político intentará presionar con los medios a su alcance
—incluida la fuerza— para obtener ciertos resultados y evitar otros. Tomemos un
caso trivial: el respeto a las indicaciones de los semáforos. Desde el punto de
vista moral, lo positivo es querer respetar la luz roja (comprendiendo su
utilidad general, poniéndose en el lugar de otras personas que pueden resultar
dañadas si yo infrinjo la norma, etc), pero si el asunto se considera
políticamente, lo que importa es que nadie se salte los semáforos, aunque no
sea más que por miedo a la multa o a la cárcel. Para el político, todos los que
respetan la luz roja son igualmente «buenos», lo hagan por miedo, por rutina,
por superstición o por convencimiento racional de que debe ser respetada; a la
ética, en cambio, sólo le merecen aprecio verdadero estos últimos, porque son
los que entienden mejor el uso de la libertad. En una palabra, hay diferencia
entre la pregunta ética que yo me hago a mí mismo (¿cómo quiero ser, sean como
sean los demás?) y la preocupación política por que la mayoría funcione de la
manera considerada más recomendable y armónica.
Detalle importante: la ética no
puede esperar a la política. No hagas caso de quienes te digan que el mundo es
políticamente invivible, que está peor que nunca, que nadie puede pretender
llevar una buena vida (éticamente hablando) en una situación tan injusta, violenta
y aberrante como la que vivimos. Eso mismo se ha asegurado en todas las épocas
y con razón, porque las sociedades humanas nunca han sido nada «del otro
mundo», como suele decirse, siempre han sido cosa de este mundo y por tanto
llenas de defectos, de abusos, de crímenes. Pero en todas las épocas ha habido
personas capaces de vivir bien o por lo menos empeñadas en intentar vivir bien.
Cuando podían, colaboraban en mejorar la sociedad en la que les había tocado
desenvolverse; si eso no les era posible, por lo menos no la empeoraban, lo
cual la mayoría de las veces no es poco. Lucharon —y luchan también hoy, no te
quepa duda— por que las relaciones humanas políticamente establecidas vayan
siendo eso, más humanas (o sea, menos violentas y más justas) pero nunca han
esperado a que todo a su alrededor sea perfecto y humano para aspirar a la
perfección y a la verdadera humanidad. Quieren ser los primeros de la buena
vida, los que arrastran a los demás, y no los últimos a la zaga de todos. Quizá
las circunstancias no les permitan llevar más que una vida relativamente buena,
peor de lo que ellos
deseen… Bueno, ¿y qué? ¿Serían
más sensatos siendo malos del todo, para dar gusto a lo peor del mundo y
disgusto a lo mejor de sí mismos? Si estás seguro de que entre los alimentos
que se te
ofrecen hay muchos
que están adulterados
o podridos,
¿intentarás mientras puedas comer
cosas sanas, aún sabiendo que no por ello dejarán de existir venenos en el
mercado, o te envenenarás cuanto antes para seguir la corriente mayoritaria?
Ningún orden político es tan malo que en él ya nadie pueda ser ni medio bueno:
por muy adversas que sean las circunstancias, la responsabilidad final de sus
propios actos la tiene cada uno y lo demás son coartadas. Del mismo modo también
son ganas de esconder la cabeza bajo el ala los sueños de un orden
político tan impecable
(utopía, suelen llamarlo)
que en él
todo el mundo fuese
«automáticamente» bueno porque
las circunstancias no permitiesen cometer el mal. Por mucho mal que haya
suelto, siempre habrá bien para quien quiera bien; por mucho bien que hayamos
logrado instalar públicamente, el mal siempre estará al alcance de quien quiera
mal. ¿Te acuerdas? A esto le venimos llamando «libertad» hace ya no poco rato…
Desde un punto de vista ético, es
decir, desde la perspectiva de lo que conviene para la vida buena, ¿cómo será
la organización política preferible, aquella que hay que esforzarse por
conseguir y defender? Si repasas un poco lo que hemos venido diciendo hasta
aquí (temo, ay, que el rollo vaya siendo demasiado largo para que le acuerdes
de todo) ciertos aspectos de ese ideal se te ocurrirán en cuanto reflexiones
con atención sobre el asunto:
a) Como todo el proyecto ético parte de la libertad, sin la
cual no hay vida buena que valga, el sistema político deseable tendrá que
respetar al máximo —o limitar mínimamente, como prefieras— las facetas públicas
de la libertad humana: la libertad de reunirse o de separarse de otros, la de
expresar las opiniones y la de inventar belleza o ciencia, la de trabajar de
acuerdo con la propia vocación o interés, la de intervenir en los asuntos
públicos, la de trasladarse o instalarse en un lugar, la libertad de elegir los
propios goces de cuerpo y de alma, etc. Abstenerse dictaduras, sobre todo las
que son «por nuestro bien» (o por «el bien común», que viene a ser lo mismo).
Nuestro mayor bien —particular o común— es ser libres. Desde luego, un régimen
político que conceda la debida importancia a la libertad insistirá también en
la responsabilidad social de las acciones y omisiones de cada uno (digo
«omisiones» porque a veces se hace también no haciendo). Por regla general,
cuanto menos responsable resulte cada cual de sus méritos o fechorías (y se
diga, por ejemplo, que son fruto de la «historia», la «sociedad establecida»,
las «reacciones químicas del organismo», la «propaganda», el «demonio» o cosas
así) menos libertad se está dispuesto a concederle. En los sistemas políticos
en que los individuos nunca son del todo «responsables», tampoco suelen serlo
los gobernantes, que siempre actúan movidos por las «necesidades» históricas o
los imperativos de la «razón de Estado».
¡Cuidado con los políticos para
quien todo el mundo es «víctima» de las circunstancias… o «culpable» de ellas!
b) Principio básico de la vida buena, como ya hemos visto, es
tratar a las personas como a personas, es decir: ser capaces de ponernos en el
lugar de nuestros semejantes y de relativizar nuestros intereses para
armonizarlos con los suyos. Si prefieres decirlo de otro modo, se trata de
aprender a considerar los intereses del otro como si fuesen tuyos y los tuyos
como si fuesen de otro. A esta virtud se le llama justicia y no puede haber
régimen político decente que no pretenda, por medio de leyes e instituciones,
fomentar la justicia entre los miembros de la sociedad. La única razón para
limitar la libertad de los individuos cuando sea indispensable hacerlo es
impedir, incluso por la fuerza si no hubiera otra manera, que traten a sus
semejantes como si no lo fueran, o sea que los traten como a juguetes, a
bestias de carga, a simples herramientas, a seres inferiores, etc. A la
condición que puede exigir cada humano de ser tratado como semejante a los
demás, sea cual fuere su sexo, color de piel ideas o gustos, etc., se le llama
dignidad. Fíjate qué curioso: aunque la dignidad es lo que tenemos todos los
humanos en común, es precisamente lo que sirve para reconocer a cada cual como
único e irrepetible. Las cosas pueden ser «cambiadas» unas por otras, se las
puede «sustituir» por otras parecidas o mejores, en una palabra: tienen su
«precio» (el dinero suele servir
para facilitar estos intercambios, midiéndolas todas por un mismo rasero).
Dejemos de lado por el momento que ciertas «cosas» estén tan vinculadas a las
condiciones de la existencia humana que resulten insustituibles y por lo tanto
«que no puedan ser compradas ni por todo el oro del mundo», como pasa con
ciertas obras de arte o ciertos aspectos de la naturaleza. Pues bien, todo ser
humano tiene dignidad y no precio, es decir, no puede ser sustituido ni se le
debe maltratar con el fin de beneficiar a otro. Cuando digo que no puede ser
sustituido, no me refiero a la función que realiza (un carpintero puede
sustituir en su trabajo a otro carpintero) sino a su personalidad propia, a lo
que verdaderamente es; cuando hablo de «maltratar» quiero decir que, ni
siquiera si se le castiga de acuerdo a la ley o se le tiene políticamente como
enemigo, deja de ser acreedor a unos miramientos y a un respeto. Hasta en la
guerra, que es el mayor fracaso del intento de «buena vida» en común de los
hombres, hay comportamientos que suponen un crimen mayor que el propio crimen
organizado que la guerra representa. Es la dignidad humana lo que nos hace a
todos semejantes justamente porque certifica que cada cual es único, no
intercambiable y con los mismos derechos al reconocimiento social que cualquier
otro.
c) La experiencia de la vida nos revela en carne propia,
incluso a los más afortunados, la realidad del sufrimiento. Tomarse al otro en
serio, poniéndonos en su lugar, consiste no sólo en reconocer su dignidad de
semejante sino también en simpatizar con sus dolores, con las desdichas que por
error propio, accidente fortuito
o necesidad biológica le afligen,
como antes o después pueden afligirnos a todos. Enfermedades, vejez, debilidad
insuperable, abandono, trastorno emocional o mental, pérdida de lo más querido
o de lo más imprescindible amenazas y agresiones violentas por parte de los más
fuertes o de los menos escrupulosos. Una comunidad política deseable tiene que
garantizar dentro de lo posible la asistencia comunitaria a los que sufren y la
ayuda a los que por cualquier razón menos pueden ayudarse a sí mismos. Lo
difícil es lograr que esta asistencia no se haga a costa de la libertad y la
dignidad de la persona. A veces el Estado, con el pretexto de ayudar a los
inválidos, termina por tratar como si fuesen inválidos a toda la población. Las
desdichas nos ponen en manos de los demás y aumentan el poder colectivo sobre
el individuo: es muy importante esforzarse porque ese poder no se emplee más
que para remediar carencias y debilidades:, no para perpetuarlas bajo anestesia
en nombre de una
«compasión» autoritaria.
Quien desee la vida buena para sí
mismo, de acuerdo al proyecto ético, tiene también que desear que la comunidad
política de los hombres se base en la libertad, la justicia y la asistencia. La
democracia moderna ha intentado a lo largo de los dos últimos siglos establecer
(primero en la teoría y poco a poco en la práctica) esas exigencias mínimas que
debe cumplir la sociedad política: son los llamados derechos humanos cuya lista
todavía es hoy, para nuestra vergüenza colectiva, un catálogo de buenos
propósitos más que de logros efectivos. Insistir en reivindicarlos al completo,
en todas partes y para todos, no unos cuantos y sólo para unos cuantos, sigue
siendo la única empresa política de la que la ética no puede desentenderse.
Respecto a que la etiqueta que vayas a llevar en la solapa mientras tanto haya
de ser de «derechas», de
«izquierdas», de «centro» o de lo
que sea… bueno, tú verás, porque yo paso bastante de esa nomenclatura algo
anticuada.
Lo que sí me parece evidente es
que muchos de los problemas que hoy se nos presentan a los cinco mil millones
de seres humanos que atiborramos el planeta (y el censo sigue, ay, en aumento)
no pueden ser resueltos, ni siquiera bien planteados, más que de forma global
para todo el mundo. Piensa en el hambre, que hace morir todavía a tantísimos
millones de personas, o el subdesarrollo económico y educativo de muchos
países, o la pervivencia de sistemas políticos brutales que oprimen sin
remilgos a su población y amenazan a sus vecinos, o el derroche de dinero y
ciencia en armamentos, o la simple y llana miseria de demasiada gente incluso en
naciones ricas, etc. Creo que la actual fragmentación política del mundo (de un
mundo ya unificado por la interdependencia económica y la universalización de
las comunicaciones) no hace más que perpetuar estas lacras y entorpecer las
soluciones que se proponen. Otro ejemplo: el militarismo, la inversión
frenética en armamento de recursos que podrían resolver la mayoría de las
carencias que hoy se padecen en el mundo, el cultivo de la guerra agresiva
(arte inmoral de suprimir al otro en lugar de
intentar ponerse en su lugar)…
¿Crees tú que hay otro modo de acabar con esa locura que no sea el
establecimiento de una autoridad a escala mundial con fuerza suficiente para
disuadir a cualquier grupo de la afición a jugar a batallitas? Por último,
antes te decía que algunas cosas no son sustituibles como lo son otras: esta
«cosa» en que vivimos, el planeta Tierra, con su equilibrio vegetal y animal no
parece que tenga sustituto a mano ni que sea posible «comprarnos» otro mundo si
por afán de lucro o por estupidez destruimos éste. Pues bien, la Tierra no es
un conjunto de parches ni de parcelas: mantenerla habitable y hermosa es una
tarea que sólo puede ser asumida por los hombres en cuanto comunidad mundial,
no desde el ventajismo miope de unos contra otros.
A lo que voy: cuanto favorece la
organización de los hombres de acuerdo con su pertenencia a la humanidad y no
por su pertenencia a tribus, me parece en principio políticamente interesante.
La diversidad de formas de vida es algo esencial (¡imagínate qué aburrimiento
si faltase!) pero siempre que haya unas pautas mínimas de tolerancia entre
ellas y que ciertas cuestiones reúnan los esfuerzos de todos. Si no, lo que
conseguiremos es una diversidad de crímenes y no de culturas. Por ello te
confieso que aborrezco las doctrinas que enfrentan sin remedio a unos hombres
con otros: el racismo, que clasifica a las personas en primera, segunda o
tercera clase de acuerdo con fantasías pseudocientíficas; los nacionalismos
feroces, que consideran que el individuo no es nada y la identidad colectiva lo
es todo; las ideologías fanáticas, religiosas o civiles, incapaces de respetar
el pacífico conflicto entre opiniones, que exigen a todo el mundo creer y
respetar lo que ellas consideran la
«verdad, y sólo eso, etc. Pero no
quiero ahora empezar a darte la paliza política ni contarte mis puntos de vista
sobre todo lo divino y lo humano. En este último capítulo sólo he pretendido
señalarte que hay exigencias políticas que ninguna persona que quiera vivir
bien puede dejar de tener. Del resto ya hablaremos… En otro libro.
Vete leyendo…
«No el Hombre, sino los hombres
habitan este planeta. La pluralidad es la ley de la Tierra» (Hannah Arendt, La
vida del espíritu).
«Si yo supiese algo que me fuese
útil y que fuese perjudicial a mi familia, lo expulsaría de mi espíritu. Si yo
supiese algo útil para mi familia y que no lo fuese para mi patria, intentaría
olvidarlo. Si yo supiese algo útil para mi patria y que fuese perjudicial para
Europa, o bien que fuese útil para Europa y perjudicial para el género humano,
lo consideraría como un crimen, porque soy necesariamente hombre mientras que
no soy francés más que por casualidad, (Montesquieu).
«Aunque los estados observasen
los pactos entre ellos perfectamente, es lamentable que el uso de ratificarlo
todo por un juramento religioso haya entrado en
las costumbres —como si dos
pueblos separados por un ligero espacio, solamente por una colina o por un río,
no estuviesen unidos por lazos sociales fundados en la propia naturaleza —pues
esta práctica hace creer a los hombres que han nacido para ser adversarios; o
enemigos, y que tienen el deber de trabajar en su perdición recíproca, a menos
que se lo impidan los tratados (…). Por el contrario, nadie debería ser tenido
por enemigo, si no hubiese causado un daño real. La comunidad de naturaleza es
el mejor de los tratados y los hombres están más íntima y más fuertemente
unidos por la voluntad de hacerse recíprocamente el bien que por los pactos,
más vinculados por el corazón que por las palabras» (Tomás
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