PONTE EN SU LUGAR
Robinson Crusoe pasea por una de las playas de la isla en la que una inoportuna tormenta con su correspondiente naufragio le ha confinado. Lleva su loro al hombro y se protege del sol gracias a la sombrilla fabricada con hojas de palmera que le tiene justificadamente orgulloso de su habilidad. Piensa que, dadas las circunstancias, no se puede decir que se las haya arreglado del todo mal. Ahora tiene un refugio en el que guarecerse de las inclemencias del tiempo y del asalto de las fieras, sabe dónde conseguir alimento y bebida, tiene vestidos que le abriguen y que él mismo se ha hecho con elementos naturales de la isla, los dóciles servicios de un rebañito de cabras, etc. En fin, que sabe cómo arreglárselas para llevar más o menos su buena vida de náufrago solitario. Sigue paseando Robinson y está tan contento de sí mismo que por un momento le parece que no echa nada de menos. De pronto, se detiene con sobresalto. Allí, en la arena blanca, se dibuja una marca que va a revolucionar toda su pacífica existencia: la huella de un pie humano.
¿De quién será?
¿Amigo o enemigo? ¿Quizá un enemigo al que puede convertir en amigo? ¿Hombre o
mujer? ¿Cómo se entenderá con él o ella? ¿Qué trato le dará? Robinson está ya
acostumbrado a hacerse preguntas desde que llegó a la isla y a resolver los
problemas del modo más ingenioso posible: ¿qué comeré? ¿dónde me refugiaré?
¿cómo me protegeré del sol? Pero ahora la situación no es igual porque ya no
tiene que vérselas con acontecimientos naturales, como el hambre o la lluvia,
ni con fieras salvajes, sino con otro ser humano: es decir, con otro Robinson o
con otros Robinsones y Robinsonas. Ante los elementos o las bestias, Robinson
ha podido comportarse sin atender a nada más que a su necesidad de
supervivencia. Se trataba de ver si podía con ellos o ellos podían con él, sin
otras complicaciones. Pero ante seres humanos la cosa ya no es tan simple. Debe
sobrevivir, desde luego, pero ya no de cualquier modo. Si Robinson se ha
convertido en una fiera como las demás que rondan por la selva, a causa de su
soledad y su desventura, no se preocupará más que de si el desconocido causante
de la huella es un enemigo a eliminar o una presa a devorar. Pero si aún quiere
seguir siendo un hombre… Entonces se las va a ver no ya con una presa o un
simple enemigo, sino con un rival o un posible compañero; en cualquier caso, es
con un semejante.
Mientras está
solo Robinson se enfrenta a cuestiones técnicas, mecánicas, higiénicas, incluso
científicas, si me apuras. De lo que se trata es de salvar la vida, en un medio
hostil y desconocido. Pero cuando encuentra la huella de Viernes en la arena de
la playa empiezan sus problemas éticos.
Ya no se trata solamente de sobrevivir, como
una fiera alcachofa, perdido en la naturaleza; ahora tiene que empezar a vivir
humanamente, es decir, con otros o contra otros hombres, pero entre hombres. Lo
que hace «humana» a la vida es el transcurrir en compañía de humanos, hablando
con ellos, pactando y mintiendo, siendo respetado o traicionado, amando,
haciendo proyectos y recordando el pasado, desafiándose, organizando juntos las
cosas comunes, jugando, intercambiando símbolos… La ética no se ocupa de cómo
alimentarse mejor o de cuál es la manera más recomendable de protegerse del
frío ni de qué hay que hacer para vadear un río sin ahogarse, cuestiones todas
ellas sin duda muy importantes para sobrevivir en determinadas circunstancias;
lo que a la ética le interesa, lo que constituye su especialidad, es cómo vivir
bien la vida humana, la vida que transcurre entre humanos. Si uno no sabe cómo
arreglárselas para sobrevivir en los peligros naturales, pierde la vida, lo
cual sin duda es un fastidio grande; pero si uno no tiene ni idea de ética, lo
que pierde o malgasta es lo humano de su vida y eso no tiene ninguna gracia,
francamente, tampoco.
Antes te dije
que la huella en la arena anunció a Robinson la proximidad comprometedora de un
semejante. Pero vamos a ver, ¿hasta qué punto era Viernes semejante a Robinson?
Por un lado, un europeo del siglo XVII, poseedor de los conocimientos
científicos más avanzados de su época, educado en la religión cristiana,
familiarizado con los mitos homéricos y con la imprenta; por otro, un salvaje
caníbal de los mares del Sur, sin más cultura que la tradición oral de su
tribu, creyente en una religión politeísta y desconocedor de la existencia de
las grandes ciudades contemporáneas como Londres o Amsterdam. Todo era
diferente del uno al otro: color de la piel, aficiones culinarias,
entretenimientos… Seguro que por las noches ni siquiera sus sueños tenían nada
en común. Y sin embargo, pese a tantas diferencias, también había entre ellos
rasgos fundamentalmente parecidos, semejanzas esenciales que Robinson no
compartía con ningún árbol o manantial de la tierra ni con ninguna isla. Para
empezar, ambos hablaban, aunque fuese en lenguas muy distintas. El mundo estaba
hecho para ellos de símbolos y de relaciones entre símbolos, no de puras cosas
sin nombre. Y tanto Robinson como Viernes eran capaces de valorar los
comportamientos, de saber que uno puede hacer ciertas cosas que están «bien» y
otras que son por el contrario «malas». A primera vista, lo que ambos
consideraban «bueno» y «malo» no era ni mucho menos igual, porque sus
valoraciones concretas provenían de culturas muy lejanas: el canibalismo, sin
ir más lejos, era una costumbre razonable y aceptada para Viernes, mientras que
a Robinson —como a ti, supongo, por tragaldabas que seas— le merecía el más
profundo de los horrores. Y a pesar de ello los dos coincidían en suponer que
hay criterios destinados a justificar qué es aceptable y qué es horroroso.
Aunque tuvieran posiciones muy distintas desde las que discutir, podían llegar
a discutir y comprender de qué estaban discutiendo. Ya es bastante más de lo
que se suele hacer con un tiburón o con una avalancha de rocas, ¿no?
Todo eso está
muy bien, me dirás, pero lo cierto es que por muy semejantes que sean los
hombres no está claro de antemano cuál sea la mejor manera de comportarse
respecto a ellos. Si la huella en la arena que encuentra Robinson pertenece a
un miembro de la tribu de caníbales que pretende comérselo estofado, su actitud
ante el desconocido no deberá ser la misma que si se trata del grumete del
barco que viene por fin a rescatarle. Precisamente porque los otros hombres se
me parecen mucho pueden resultarme más peligrosos que cualquier animal feroz o
que un terremoto. No hay peor enemigo que un enemigo inteligente, capaz de
hacer planes minuciosos, de tender trampas o de engañarme de mil maneras. Quizá
entonces lo mejor sea tomarles la delantera y ser uno el primero en tratarles,
por medio de violencia o emboscadas, como si ya fuesen efectivamente esos
enemigos que pudieran llegar a ser… Sin embargo, esta actitud no es tan
prudente como parece a primera vista: al comportarme ante mis semejantes como
enemigo, aumento sin duda las posibilidades de que ellos se conviertan sin
remedio en enemigos míos también; y además pierdo la ocasión de ganarme su
amistad o de conservarla si en principio estuviesen dispuestos a ofrecérmela.
Mira este otro
comportamiento posible ante nuestros peligrosos semejantes. Marco Aurelio fue
emperador de Roma y además filósofo, lo cual es bastante raro porque los
gobernantes suelen interesarse poco por todas las cuestiones que no sean
indiscutiblemente prácticas. A este emperador le gustaba anotar algo así como
unas conversaciones que tenía consigo mismo, dándose consejos, hasta pegándose
broncas. Frecuentemente apuntaba cosas de este jaez (acudo a la memoria, no al
libro, de modo que no te lo tomes al pie de la letra): «Al levantarte hoy, piensa
que a lo largo del día te encontrarás con algún mentiroso, con algún ladrón,
con algún adúltero, con algún asesino. Y recuerda que has de tratarles como a
hombres, porque son tan humanos como tú y por tanto te resultan tan
imprescindibles como la mandíbula inferior lo es para la superior.» Para Marco
Aurelio, lo más importante respecto a los hombres no es si su conducta me
parece conveniente o no, sino que — en cuanto humanos—, me convienen y eso
nunca debo olvidarlo al tratar con ellos. Por malos que sean, su humanidad
coincide con la mía y la refuerza. Sin ellos, yo podría quizá vivir pero no
vivir humanamente. Aunque tenga algún diente postizo y dos o tres con caries,
siempre es más conveniente a la hora de comer contar con una mandíbula inferior
que ayude a la superior…
Y es que esa
misma semejanza en la inteligencia, en la capacidad de cálculo y proyecto, en
las pasiones y los miedos, eso mismo que hace tan peligrosos a los hombres para
mí cuando quieren serlo, los hace también supremamente útiles. Cuando un ser
humano me viene bien, nada puede venirme mejor. A ver, ¿qué conoces tú que sea
mejor que ser amado? Cuando alguien quiere dinero, o poder, o prestigio… ¿acaso
no apetece esas riquezas para poder comprar la mitad de lo que cuando uno es
amado recibe gratis? Y ¿Quién me puede amar de verdad sino otro ser como yo,
que funcione igual que yo, que me quiera en tanto que humano… y a pesar de
ello? Ningún bicho, por cariñoso que sea, puede darme tanto como otro ser
humano, incluso aunque sea un ser humano algo antipático. Es muy cierto que a
los hombres debo tratarlos con cuidado, por si acaso. Pero ese «cuidado» no
puede consistir ante todo en recelo o malicia, sino en el miramiento que se
tiene al manejar las cosas frágiles, las cosas más frágiles de todas… porque no
son simples cosas. Ya que el vínculo de respeto y amistad con los otros humanos
es lo más precioso del mundo para mí, que también lo soy, cuando me las vea con
ellos debo tener principal interés en resguardarlo y hasta mimarlo, si me apuras
un poco. Y ni siquiera a la hora de salvar el pellejo es aconsejable que olvide
por completo esta prioridad. Marco Aurelio, que era emperador y filósofo pero
no imbécil, sabía muy bien lo que tú también sabes: que hay gente que roba, que
miente y que mata. Naturalmente, no suponía que por aquello de llevarse bien
con el prójimo hay que favorecer semejantes conductas. Pero tenía bastante
claras dos cosas que me parecen muy importantes:
Primera: que
quien roba, miente, traiciona, viola, mata o abusa de cualquier modo de uno no
por ello deja de ser humano. Aquí el lenguaje es engañoso, porque al acuñar el
título de infamia («ése es un ladrón», «aquélla una mentirosa», «tal otro un
criminal») nos hace olvidar un poco que se trata siempre de seres humanos que,
sin dejar de serlo, se comportan de manera poco recomendable. Y quien «ha
llegado» a ser algo detestable como sigue siendo humano aún puede volver a
transformarse de nuevo en lo más conveniente para nosotros, lo más
imprescindible…
Segunda: Una de
las características principales de todos los humanos es nuestra capacidad de
imitación. La mayor parte de nuestro comportamiento y de nuestros gustos la
copiamos de los demás. Por eso somos tan educables y vamos aprendiendo sin
cesar los logros que conquistaron otras personas en tiempos pasados o latitudes
remotas. En todo lo que llamamos «civilización», «cultura», etc., hay un poco
de invención y muchísimo de imitación. Si no fuésemos tan copiones,
constantemente cada hombre debería empezarlo todo desde cero. Por eso es tan
importante el ejemplo que damos a nuestros congéneres sociales: es casi seguro
que en la mayoría de los casos nos tratarán tal como se vean tratados. Si
repartimos a troche y moche enemistad, aunque sea disimuladamente, no es
probable que recibamos a cambio cosa mejor que más enemistad. Ya sé que por muy
buen ejemplo que llegue a dar uno, los demás siempre tienen a la vista
demasiados malos ejemplos que imitar. ¿Para qué molestarse, pues, y renunciar a
las ventajas inmediatas que sacan a menudo los canallas? Marco Aurelio te
contestaría: «¿Te parece prudente aumentar el ya crecido número de los malos,
de los que poco realmente positivo puedes esperar, y desanimar a la minoría de
los mejores, que en cambio tanto pueden hacer por tu buena vida?
¿No es más
lógico sembrar lo que intentas cosechar en lugar de lo opuesto, aun a sabiendas
de que la cizaña puede estropear tu cosecha? ¿Prefieres portarte
voluntariamente al modo de tanto loco como hay suelto, en lugar de defender y
mostrar las ventajas de la cordura?»
Pero estudiemos
un poco más de cerca lo que hacen esos que llamamos «malos», es decir, los que
tratan a los demás humanos como a enemigos en lugar de procurar su amistad.
Seguro que recuerdas la película Frankenstein, interpretada por ese entrañable
monstruo de monstruos que fue Boris Karloff. Intentamos verla juntos en la tele
cuando eras bastante pequeñajo y tuve que apagar porque, según me dijiste con
elegante franqueza, «me parece que empieza a darme demasiado miedo». Bueno,
pues en la novela de Mary W. Shelley en que se basa la película, la criatura
hecha de remiendos de cadáveres hace esta confesión a su ya arrepentido
inventor: «Soy malo porque soy desgraciado.» Tengo la impresión de que la
mayoría de los supuestos «malos» que corren por el mundo podrían decir lo mismo
cuando fuesen sinceros. Si se comportan de manera hostil y despiadada con sus
semejantes es porque sienten miedo, o soledad o porque carecen de cosas
necesarias que muchos poseen: desgracias, como verás. O porque padecen la mayor
desgracia de todas, la de verse tratados por la mayoría sin amor ni respeto,
tal como le ocurría a la pobre criatura del doctor Frankenstein, a la que sólo
un ciego y una niña quisieron mostrar amistad. No conozco gente que sea mala de
puro feliz ni que martirice al prójimo como señal de alegría. Todo lo más, hay
bastantes que para estar contentos necesitan no enterarse de los padecimientos
que abundan a su alrededor y de algunos de los cuales son cómplices. Pero la
ignorancia, aunque esté satisfecha de sí misma, también es una forma de
desgracia…
Ahora bien: si
cuanto más feliz y alegre se siente alguien menos ganas tendrá de ser malo, ¿no
será cosa prudente intentar fomentar todo lo posible la felicidad de los demás
en lugar de hacerles desgraciados y por tanto propensos al mal? El que colabora
en la desdicha ajena o no hace nada para ponerle remedio… se la está buscando.
¡Que no se queje luego de que haya tantos malos sueltos! A corto plazo, tratar
a los semejantes como enemigos (o como víctimas) puede parecer ventajoso. El
mundo está lleno de «pillines» o de descarados canallas que se consideran
sumamente astutos cuando sacan provecho de la buena intención de los demás y
hasta de sus desventuras. Francamente, no me parecen tan «listos» como ellos se
halagan en creer. La mayor ventaja que podemos obtener de nuestros semejantes
no es la posesión de más cosas (o el dominio sobre más personas tratadas como
cosas, como instrumentos) sino la complicidad y afecto de más seres libres. Es
decir, la ampliación y refuerzo de mi humanidad. «Y eso ¿para qué sirve?»,
preguntará el otro, creyendo alcanzar el colmo de la astucia. A lo que tú
puedes responderle: «No sirve para nada de lo que tú piensas. Sólo los siervos
sirven y aquí ya te he dicho que estamos hablando de seres libres.» es que no
sabe que la libertad no es algo que sirve ni gusta de ser servida sino busca
contagiarse. Tiene mentalidad de esclavo, el pobrecillo… ¡por muy «rico» en
cosas que se considere a sí mismo!
Y suspira luego
el canalla, ahora ya tembloroso y reducido a simple pillín: «Si yo no me
aprovecho de los otros, ¡seguro que son los otros los que se aprovechan de mí!»
Es una cuestión de ratones-esclavos y leones-libres, con las debidas
reverencias para ambas especies zoológicas de mi mayor consideración.
Diferencia número uno entre el que ha nacido para ratón y el que ha nacido
león: el ratón pregunta «¿que me pasará?» y el león «¿qué haré?». Número dos:
el ratón quiere obligar a los demás a que le quieran para así ser capaz de
quererse a sí mismo y el león se quiere a sí mismo por lo que es capaz de
querer a los demás. Número tres: el ratón está dispuesto a hacer lo que sea
contra los demás para prevenir lo que los demás pueden hacer contra él mientras
que el león considera que hace a favor de sí mismo todo lo que hace a favor de
los demás. Ser ratón o ser león: ¡he aquí la cuestión! Para el león está
bastante claro «tenebrosamente claro», como diría el poeta Antonio Machado —que
el primer perjudicado cuando intento perjudicar a mi semejante soy precisamente
yo mismo… y en lo que soy tengo de más valioso, de menos servil.
Llegamos por
fin al momento de intentar responder a una pregunta cuya contestación directa
(indirectamente y con rodeos hace bastantes páginas que no hablamos de otra
cosa) hemos aplazado ya demasiado tiempo: ¿en qué consiste tratar a las
personas como a personas, es decir, humanamente? Respuesta: consiste en que
intentes ponerte en su lugar. Reconocer a alguien como semejante implica sobre
todo la posibilidad de comprenderle desde dentro, de adoptar por un momento su
propio punto de vista. Es algo que sólo de una manera muy novelesca y dudosa
puedo pretender con un murciélago o con un geranio, pero que en cambio se
impone con los seres capaces de manejar símbolos como yo mismo. A fin de
cuentas, siempre que hablamos con alguien lo que hacemos es establecer un
terreno en el que quien ahora es «yo» sabe que se convertirá en «tú» y
viceversa. Si no admitiésemos que existe algo fundamentalmente igual entre
nosotros (la posibilidad de ser para otro lo que otro es para mí) no podríamos
cruzar ni palabra. Allí donde hay cruce, hay también reconocimiento de que en
cierto modo pertenecemos a lo de enfrente y lo de enfrente nos pertenece… Y eso
aunque yo sea joven y el otro viejo, aunque yo sea hombre y el otro blanco y el
otro negro, mujer, aunque yo sea tonto y el otro listo, aunque yo esté sano y
el otro enfermo, aunque yo sea rico y el otro pobre. «Soy humano dijo un
antiguo poeta latino y nada de lo que es humano puede parecerme ajeno.» Es
decir: tener conciencia de mi humanidad consiste en darme cuenta de que, pese a
todas las muy reales diferencias entre los individuos, estoy también en cierto
modo dentro de cada uno de mis semejantes. Para empezar, como palabra…
Y no sólo para
poder hablar con ellos, claro está. Ponerse en el lugar de otro es algo más que
el comienzo de toda comunicación simbólica con él: se trata de tomar en cuenta
sus derechos. Y cuando los derechos faltan, hay que comprender sus razones.
Pues eso es algo a lo que todo hombre tiene derecho frente a los demás hombres,
aunque sea el peor de todos: tiene derecho —derecho humano— a que alguien
intente ponerse en su lugar y comprender lo que hace y lo que siente. Aunque
sea para condenarle en nombre de leyes que toda sociedad debe admitir. En una
palabra, ponerte en el lugar de otro es tomarle en serio, considerarle tan
plenamente real como a ti mismo. ¿Recuerdas a nuestro viejo amigo el ciudadano
Kane? ¿O a Gloucester? Se tomaron tan en serio a sí mismos, tuvieron tan en
cuenta sus deseos y ambiciones, que actuaron como si los demás no fuesen de
verdad, como si fuesen simples muñecos o fantasmas: los aprovechaban cuando les
venía bien su colaboración, los desechaban o mataban si ya no les resultaban
utilizables. No hicieron el mínimo esfuerzo por ponerse en su lugar, por
relativizar su interés propio para tomar en cuenta también el interés ajeno. Ya
sabes cómo les fue.
No te estoy
diciendo que haya nada malo en que tengas tus propios intereses, ni tampoco que
debas renunciar a ellos siempre para dar prioridad a los de tu vecino. Los
tuyos, desde luego, son tan respetables como los suyos y lo demás son cuentos.
Pero fíjate en la palabra misma «interés»: viene del latín inter esse, lo que
está entre varios, lo que pone en relación a varios. Cuando hablo de
«relativizar» tu interés quiero decir que ese interés no es algo tuyo
exclusivamente, como si vivieras solo en un mundo de fantasmas, sino que te
pone en contacto con otras realidades tan «de verdad» como tú mismo. De modo
que todos los intereses que puedas tener son relativos (según otros intereses,
según las circunstancias, según leyes y costumbres de la sociedad en que vives)
salvo un interés, el único interés absoluto: el interés de ser humano entre los
humanos, de dar y recibir el trato de humanidad sin el que no puede haber
«buena vida». Por mucho que pueda interesarte algo, si miras bien nada puede
ser tan interesante para ti como la capacidad de ponerte en el lugar de
aquellos con los que tu interés te relaciona. Y al ponerte en su lugar no sólo
debes ser capaz de atender a sus razones, sino también de participar de algún
modo en sus pasiones y sentimientos, en sus dolores, anhelos y gozos. Se trata
de sentir simpatía por el otro (o si prefieres compasión, pues ambas voces
tienen etimologías semejantes, la una derivando del griego y la otra del
latín), es decir ser capaz de experimentar en cierta manera al unísono con el
otro, no dejarle del todo solo ni en su pensar ni en su querer. Reconocer que
estamos hechos de la misma pasta, a la vez idea, pasión y carne. O como lo dijo
más bella y profundamente Shakespeare: todos los humanos estamos hechos de la
sustancia con la que se trenzan los sueños. Que se note que nos damos cuenta de
ese parentesco.
Tomarte al otro
en serio, es decir, ser capaz de ponerte en su lugar para aceptar prácticamente
que es tan real como tú mismo, no significa que siempre debas darle la razón en
lo que reclama o en lo que hace. Ni tampoco que, como le tienes por tan real
como tú mismo y semejante a ti debas comportarte como si fueseis idénticos. El
dramaturgo y humorista Bernard Shaw solía decir: «No siempre hagas a los demás
lo que desees que te hagan a ti: ellos pueden tener gustos diferentes.» Sin
duda los hombres somos semejantes, sin duda sería estupendo que llegásemos a
ser iguales (en cuanto a oportunidades al nacer y luego ante las leyes), pero
desde luego no tenemos por qué empeñarnos en ser idénticos. ¡Menudo
aburrimiento y menuda tortura generalizada! Ponerte en el lugar del otro es
hacer un esfuerzo de objetividad por ver las cosas como él las ve, no echar al
otro y ocupar tú su sitio… O sea que él debe seguir siendo él y tú tienes que seguir
siendo tú. El primero de los derechos humanos es el derecho a no ser fotocopia
de nuestros vecinos, a ser más o menos raros. Y no hay derecho a obligar a otro
a que deje de ser «raro» por su bien salvo que su
«rareza»
consista en hacer daño al prójimo directa y claramente…
Acabo de
emplear la palabra «derecho» y me parece que ya la he utilizado un poco antes.
¿Sabes por qué? Porque gran parte del difícil arte de ponerse en el lugar del
prójimo tiene que ver con eso que desde muy antiguo se llama justicia. Pero
aquí no sólo me refiero a lo que la justicia tiene de institución pública (es
decir, leyes establecidas, jueces, abogados, etc.), sino a la virtud de la
justicia, o sea: a la habilidad y el esfuerzo que debemos hacer cada uno —si
queremos vivir bien— por entender lo que nuestros semejantes pueden esperar de
nosotros. Las leyes y los jueces intentan determinar obligatoriamente lo mínimo
que las personas tienen derecho a exigir de aquellos con quienes conviven en
sociedad, pero se trata de un mínimo y de nada más. Muchas veces por muy legal
que sea, por mucho que se respeten los códigos y nadie pueda ponernos multas o
llevarnos a la cárcel, nuestro comportamiento sigue siendo en el fondo injusto.
Toda ley escrita no es más que una abreviatura, una simplificación —a menudo
imperfecta— de lo que tu semejante puede esperar concretamente de ti, no del
Estado o de sus jueces. La vida es demasiado compleja y sutil, las personas
somos demasiado distintas, las situaciones son demasiado variadas, a menudo demasiado
íntimas, como para que todo quepa en los libros de jurisprudencia. Lo mismo que
nadie puede ser libre en tu lugar, también es cierto que nadie puede ser justo
por ti si tú no te das cuenta de que debes serlo para vivir bien. Para entender
del todo lo que el otro puede esperar de ti no hay más remedio que amarle un
poco, aunque no sea más que amarle sólo porque también es humano… y ese pequeño
pero importantísimo amor ninguna ley instituida puede imponerlo. Quien vive
bien debe ser capaz de una justicia simpática, o de una compasión justa.
¡Vaya, me ha
salido otro capítulo larguísimo! Pero tengo la excusa de que éste es el
capítulo más importante de todos. Lo fundamental de la ética de la que quiero hablarte
he intentado decirlo en estas últimas páginas. Me atrevería a pedirte que, si
no estás demasiado harto, lo leyeras otra vez antes de pasar más adelante.
Aunque si no lo haces porque estás algo cansado, ¡bueno, me pongo en tu lugar!
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