Un ser extraño
Aquí estoy de nuevo. Como ves,
este curso de filosofía llegará en pequeñas dosis. He aquí unos comentarios más
de introducción. ¿Dije ya que lo único que necesitamos para ser buenos
filósofos es la capacidad de asombro? Si no lo dije, lo digo ahora: LO ÚNICO
QUE NECESITAMOS PARA SER BUENOS FILÓSOFOS ES LA CAPACIDAD DE ASOMBRO.
Todos los niños pequeños tienen esa capacidad. No faltaría más. Tras unos cuantos meses, salen a una realidad totalmente nueva. Pero conforme van creciendo, esa capacidad de asombro parece ir disminuyendo. ¿A qué se debe? ¿Conoce Sofía Amundsen la respuesta a esta pregunta?
Veamos: si un recién nacido
pudiera hablar, seguramente diría algo de ese extraño mundo al que ha llegado.
Porque, aunque el niño no sabe hablar, vemos cómo señala las cosas de su
alrededor y cómo intenta agarrar con curiosidad las cosas de la habitación.
Cuando empieza a hablar, el niño
se para y grita «guau, guau» cada vez que ve un perro. Vemos cómo da saltos en
su cochecito, agitando los brazos y gritando «guau, guau, guau, guau». Los que
ya tenemos algunos años a lo mejor nos sentimos un poco agobiados por el
entusiasmo del niño. «Sí, sí, es un guau, guau», decimos, muy conocedores del
mundo, «tienes que estarte quietecito en el coche». No sentimos el mismo
entusiasmo.
Hemos visto perros antes.
Quizás se repita este episodio de
gran entusiasmo unas doscientas veces, antes de que el niño pueda ver pasar un
perro sin perder los estribos. O un elefante o un hipopótamo. Pero antes de que
el niño haya aprendido a hablar bien, y mucho antes de que aprenda a pensar
filosóficamente, el mundo se ha convertido para él en algo habitual.
¡Una pena, digo yo!
Lo que a mí me preocupa es que tú
seas de los que toman el mundo como algo asentado, querida Sofía. Para
asegurarnos, vamos a hacer un par de experimentos mentales, antes de iniciar el
curso de filosofía propiamente.
Imagínate que un día estás de
paseo por el bosque. De pronto descubres una pequeña nave espacial en el
sendero delante de ti. De la nave espacial sale un pequeño marciano que se
queda parado, mirándote fríamente.
¿Qué habrías pensado tú en un
caso así? Bueno, eso no importa, ¿pero se te ha ocurrido alguna vez pensar que
tu misma eres una marciana?
Es cierto que no es muy probable
que te vayas a topar con un ser de otro planeta. Ni siquiera sabemos si hay
vida en otros planetas. Pero puede ocurrir que te topes contigo misma. Puede que
de pronto un día te detengas, y te veas de una manera completamente nueva.
Quizás ocurra precisamente durante un paseo por el bosque.
Soy un ser extraño, pensarás. Soy
un animal misterioso. Es como si te despertaras de un larguísimo sueño, como la
Bella Durmiente. ¿Quién soy?, te preguntarás. Sabes que gateas por un planeta
en el universo. ¿Pero qué es el universo?
Si llegas a descubrirte a ti
misma de ese modo, habrás descubierto algo igual de misterioso que aquel
marciano que mencionamos hace un momento. No sólo has visto un ser del espacio,
sino que sientes desde dentro que tú misma eres un ser tan misterioso como
aquél.
¿Me sigues todavía, Sofía?
Hagamos otro experimento mental. Una mañana, la madre, el padre y el pequeño
Tomas, de dos o tres años, están sentados en la cocina desayunando. La madre se
levanta de la mesa y va hacia la encimera, y entonces el padre empieza, de
repente, a flotar bajo el techo, mientras Tomás se le queda mirando.
¿Qué crees que dice Tomás en ese
momento? Quizás señale a su papá y diga: «¡Papá está flotando!».
Tomás se sorprendería,
naturalmente, pero se sorprende muy a menudo. Papá hace tantas cosas curiosas
que un pequeño vuelo por encima de la mesa del desayuno no cambia mucho las
cosas para Tomás. Su papá se afeita cada día con una extraña maquinilla, otras
veces trepa hasta el tejado para girar la antena de la tele, o mete la cabeza
en el motor de un coche y la saca negra.
Ahora le toca a mamá. Ha oído lo
que acaba de decir Tomás y se vuelve decididamente. ¿Cómo reaccionará ella ante
el espectáculo del padre volando libremente por encima de la mesa de la cocina?
Se le cae instantáneamente el
frasco de mermelada al suelo y grita de espanto. Puede que necesite tratamiento
médico cuando papá haya descendido nuevamente a su silla. (¡Debería saber que hay
que estar sentado cuando se desayuna!)
¿Por qué crees que son tan
distintas las reacciones de Tomás y las de su madre? Tiene que ver con el
hábito.
(¡Toma nota de esto!) La madre ha
aprendido que los seres humanos no saben volar. Tomás no lo ha aprendido. El
sigue dudando de lo que se puede y no se puede hacer en este mundo.
¿Pero y el propio mundo, Sofía?
¿Crees que este mundo puede flotar? ¿También este mundo está volando
libremente?
Lo triste es que no sólo nos
habituamos a la ley de la gravedad conforme vamos haciéndonos mayores. Al mismo
tiempo, nos habituamos al mundo tal y como es.
Es como si durante el crecimiento
perdiéramos la capacidad de dejarnos sorprender por el mundo. En ese caso,
perdemos algo esencial, algo que los filósofos intentan volver a despertar en nosotros.
Porque hay algo dentro de nosotros mismos que nos dice que la vida en sí es un
gran enigma.
Es algo que hemos sentido incluso
mucho antes de aprender a pensarlo.
Puntualizo: aunque las cuestiones
filosóficas conciernen a todo el mundo, no todo el mundo se convierte en
filósofo. Por diversas razones, la mayoría se aferra tanto a lo cotidiano que
el propio asombro por la vida queda relegado a un segundo plano. (Se adentran
en la piel del conejo, se acomodan y se quedan allí para el resto de su vida.)
Para los niños, el mundo –y todo
lo que hay en él- es algo nuevo, algo que provoca su asombro. No es así para
todos los adultos. La mayor parte de los adultos ve el mundo como algo muy normal.
Precisamente en este punto los
filósofos constituyen una honrosa excepción. Un filósofo jamás ha sabido
habituarse del todo al mundo. Para él o ella, el mundo sigue siendo algo desmesurado,
incluso algo enigmático y misterioso.
Por lo tanto, los filósofos y los
niños pequeños tienen en común esa importante capacidad. Se podría decir que un
filósofo sigue siendo tan susceptible como un niño pequeño durante toda la vida.
De modo que puedes elegir,
querida Sofía. ¿Eres una niña pequeña que aún no ha llegado a ser la perfecta
conocedora del mundo? ¿O eres una filósofa que puede jurar que jamás lo llegará
a conocer?
Si simplemente niegas con la
cabeza y no te reconoces ni en el niño ni en el filósofo, es porque tú también
te has habituado tanto al mundo que te ha dejado de asombrar. En ese caso
corres peligro. Por esa razón recibes este curso de filosofía, es decir, para
asegurarnos. No quiero que tú justamente estés entre los indolentes e
indiferentes. Quiero que vivas una vida despierta. Recibirás el curso
totalmente gratis. Por eso no se te devolverá ningún dinero si no lo terminas.
No obstante, si quieres interrumpirlo, tienes todo tu derecho a hacerlo. En ese
caso, tendrás que dejarme una señal en el buzón. Una rana viva estaría bien.
Tiene que ser algo verde también; de lo contrario, el cartero se asustaría demasiado.
Un breve resumen: se puede sacar
un conejo blanco de un sombrero de copa vacío. Dado que se trata de un conejo
muy grande, este truco dura muchos miles de millones de años. En el extremo de
los finos pelillos de su piel nacen todas las criaturas humanas. De esa manera
son capaces de asombrarse por el imposible arte de la magia. Pero conforme se
van haciendo mayores, se adentran cada vez más en la piel del conejo, y allí se
quedan. Están tan a gusto y tan cómodos que no se atreven a volver a los finos
pelillos de la piel. Solo los filósofos emprenden ese peligroso viaje hacia los
límites extremos del idioma y de la existencia. Algunos de ellos se quedan en
el camino, pero otros se agarran fuertemente a los pelillos de la piel del
conejo y gritan a todos los seres sentados cómodamente muy dentro de la suave
piel del conejo, comiendo y bebiendo estupendamente:
–Damas y caballeros –dicen–.
Flotamos en el vacío.
Pero esos seres de dentro de la
piel no escuchan a los filósofos.
–¡Ah, qué pesados! –dicen.
Y continúan charlando como antes:
–Dame la mantequilla. ¿Cómo va la
bolsa hoy? ¿A cómo están los tomates? ¿Has oído que Lady Di espera otro hijo?
Cuando la madre de Sofía volvió a
casa más tarde, Sofía se encontraba en un estado de shock. La caja con las cartas
del misterioso filósofo se encontraban bien guardadas en el Callejón.
Sofía había intentado empezar a
hacer sus deberes, por lo que se quedó pensando y meditando sobre lo que había
leído.
¡Había tantas cosas en las que
nunca había pensado antes! Ya no era una niña, pero tampoco era del todo
adulta.
Sofía entendió que ya había
empezado a adentrarse en la espesa piel de ese conejo que se había sacado del
negro sombrero de copa del universo. Pero el filósofo la había detenido.
–El, –¿o sería ella?– la había
agarrado fuertemente y la había sacado hasta el pelillo de la piel donde había
jugado cuando era niña. Y ahí, en el extremo del pelillo, había vuelto a ver el
mundo como si lo viera por primera vez.
El filósofo la había rescatado;
de eso no cabía duda. El desconocido remitente de cartas la había salvado de la
indiferencia de la vida cotidiana.
Cuando su madre llegó a casa,
sobre las cinco de la tarde, Sofía la llevó al salón y la obligó a sentarse en
un sillón.
–¿Mama, no te parece extraño
vivir? –empezó.
La madre se quedó tan aturdida
que no supo qué contestar. Sofía solía estar haciendo los deberes cuando ella
volvía del trabajo.
–Bueno –dijo–. A veces sí.
–¿A veces? Lo que quiero decir es
si no te parece extraño que exista un mundo.
–Pero, Sofía, no debes hablar
así.
–¿Por qué no? ¿Entonces, acaso te
parece el mundo algo completamente normal?
–Pues claro que lo es. Por regla
general, al menos.
Sofía entendió que el filósofo
tenía razón. Para los adultos, el mundo era algo asentado. Se habían metido de
una vez por todas en el sueño cotidiano de la Bella Durmiente.
–¡Bah! Simplemente estás tan
habituada al mundo que te ha dejado de asombrar –dijo.
–¿Qué dices?
–Digo que estás demasiado
habituada al mundo. Completamente atrofiada, vamos.
–Sofía, no te permito que me
hables así.
–Entonces, lo diré de otra
manera. Te has acomodado bien dentro de la piel de ese conejo que acaba de ser
sacado del negro sombrero de copa del universo. Y ahora pondrás las patatas a cocer,
y luego leerás el periódico, y después de media hora de siesta verás el
telediario.
El rostro de la madre adquirió un
aire de preocupación. Como estaba previsto, se fue a la cocina a poner las
patatas a hervir. Al cabo de un rato, volvió a la sala de estar y ahora fue
ella la que empujó a Sofía hacia un sillón.
–Tengo que hablar contigo sobre
un asunto –empezó a decir.
Por el tono de su voz, Sofía
entendió que se trataba de algo serio.
–¿No te habrás metido en algo de
drogas, hija mía?
Sofía se echó a reír, pero
entendió por que esta pregunta había surgido exactamente en esta situación.
–¡Estas loca! –dijo–. Las drogas
te atrofian aún mas. Y no se dijo nada más aquella tarde, ni sobre drogas, ni
sobre el conejo blanco
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