DATE LA BUENA VIDA
¿Qué pretendo decirte
poniendo un «haz lo que quieras» como lema fundamental de esa ética hacia la
que vamos tanteando? Pues sencillamente (aunque luego resultará que no es tan
sencillo, me temo) que hay que dejarse de órdenes y costumbres de premios y
castigos, en una palabra de cuanto quiere dirigirte desde fuera, y que tienes
que plantearte todo este asunto desde ti mismo, desde el fuero interno de tu
voluntad. No le
preguntes a nadie qué es lo que debes hacer con tu vida: Pregúntatelo a ti
mismo. Si deseas saber en qué puedes emplear mejor tu libertad, no la pierdas
poniéndote ya desde el principio al servicio de otro o de otros, por buenos,
sabios y respetables que sean: interroga sobre el uso de tu libertad… a la
libertad misma.
Claro, como eres chico listo
puede que te estés dando ya cuenta de que aquí hay una cierta contradicción. Si
te digo «haz lo que quieras» parece que te estoy dando de todas formas una
orden, «haz eso y no lo otro», aunque sea la orden de que actúes libremente.
¡Vaya orden más complicada, cuando se la examina de cerca! Si la cumples, la
desobedeces (porque no haces lo que eres, sino lo que quiero yo que te lo
mando), si la desobedeces, la cumples (porque haces lo que tú quieres en lugar
de lo que yo te mando… ¡Pero eso es precisamente lo que te estoy mandando!).
Créeme, no pretendo meterte en un rompecabezas como los que aparecen en la
sección de pasatiempos de los periódicos. Aunque procure decirte todo esto
sonriendo para que no nos aburramos más de lo debido, el asunto es serio: no se
trata de pasar el tiempo, sino de vivirlo bien. La aparente contradicción que
encierra ese «haz lo que quieras» no es sino un reflejo del problema esencial
de la libertad misma: a saber, que no somos libres de no ser libres, que no
tenemos más remedio que serlo. ¿Y si me dices que ya está bien, que estás harto
y que no quieres seguir siendo libre? ¿Y si decides entregarte como esclavo al
mejor postor o jurar que obedecerás en todo y para siempre a tal o cual tirano?
Pues lo harás porque quieres, en uso de tu libertad y aunque obedezcas a otro o
te dejes llevar por la masa seguirás actuando tal como prefieres: no
renunciarás a elegir, sino que habrás elegido no elegir por ti mismo. Por eso
un filósofo francés de nuestro siglo, Jean-Paul Sartre, dijo que «estamos condenados
a la libertad». Para esa condena no hay indulto que valga…
De modo que mi «haz lo que quieras» no es más que una
forma de decirte que te tomes en serio el problema de tu libertad, lo de que
nadie puede dispensarte de la responsabilidad creadora de escoger tu camino.
No te preguntes con demasiado morbo si «merece la pena» todo este jaleo de
la libertad, porque quieras o no eres libre, quieras o no tienes que querer.
Aunque digas que no quieres saber nada de estos asuntos tan fastidiosos y que
te deje en paz, también estarás queriendo… queriendo no saber nada, queriendo
que te dejen en paz aun a costa de aborregarte un poco o un mucho. ¡Son las
cosas del querer, amigo mío, como dice la copla! Pero no confundamos este «haz
lo que quieras» con los caprichos de que hemos hablado antes. Una cosa es que hagas «lo que
quieras» y otra bien distinta que hagas «lo primero que te venga en gana».
No digo que en ciertas ocasiones no pueda bastar la pura y simple gana de algo:
al elegir qué vas a comer en un restaurante, por ejemplo. Ya que
afortunadamente tienes buen estómago y no te preocupa engordar, pues venga,
pide lo que te dé la gana… Pero cuidado, que a veces con la «gana» no se gana sino que se pierde.
Ejemplo al canto:
No sé si has leído mucho la
Biblia. Está llena de cosas interesantes y no hace falta ser muy religioso —ya
sabes que yo lo soy más bien poco— para apreciarlas. En el primero de sus
libros, el Génesis, se cuenta la historia de Esaú y Jacob, hijos de Isaac. Eran
hermanos gemelos, pero Esaú había salido primero del vientre de su madre, lo que
le concedía el derecho de primogenitura: ser primogénito en aquellos tiempos no
era cosa sin importancia, porque significaba estar destinado a heredar todas
las posesiones y privilegios del padre. A Esaú le gustaba ir de caza y correr
aventuras, mientras que Jacob prefería quedarse en casita, preparando de vez en
cuando algunas delicias culinarias. Cierto día volvió Esaú del campo cansado y
hambriento Jacob había preparado un suculento potaje de lentejas y a su
hermano, nada más llegarle el olorcillo del guiso, se le hizo la boca agua. Le
entraron muchas ganas de comerlo y pidió a Jacob que le invitara. El hermano
cocinero le dijo que con mucho gusto pero no gratis sino a cambio del derecho
de primogenitura. Esaú pensó: «Ahora lo que me apetecen son las lentejas. Lo de
heredar a mi padre será dentro de mucho tiempo.
¡Quién sabe, a lo mejor me muero
yo antes que él!» y accedió a cambiar sus futuros derechos de primogénito por
las sabrosas lentejas del presente. ¡Debían oler estupendamente esas lentejas!
Ni que decir tiene que más tarde, ya repleta la panza, se arrepintió del mal
negocio que había hecho, lo que provocó bastantes problemas entre los hermanos
(dicho sea con el respeto debido, siempre me ha dado la impresión de que Jacob
era un pájaro de mucho cuidado). Pero si quieres saber cómo acaba la historia
léete el Génesis. Para lo que aquí nos interesa ejemplificar basta con lo que
te he contado.
Como te veo un poco sublevado, no
me extrañaría que intentaras volver esta historia contra lo que te vengo diciendo:
«¿No me recomendabas tú eso tan bonito de «haz lo que quieras»?, pues ahí
tienes: Esaú quería potaje, se empeñó en conseguirlo y al final se quedó sin
herencia. ¡Menudo éxito!» Si, claro, pero… ¿eran esas lentejas lo que Esaú
quería de veras o simplemente lo que le apetecía en aquel momento?
Después de todo, ser el primogénito era entonces una cosa muy rentable
y en cambio las lentejas ya se sabe: si quieres las tomas y si no las dejas… Es
lógico pensar que lo que Esaú quería en el fondo era la primogenitura, un
derecho destinado a mejorarle mucho la vida en un plazo más o menos próximo.
Por supuesto, también le apetecía comer potaje, pero si se hubiese molestado en
pensar un poco se habría dado cuenta de que este segundo deseo podía esperar un
rato con tal de no estropear sus posibilidades de conseguir lo fundamental. A
veces los hombres queremos cosas contradictorias que entran en conflicto unas
con otras. Es importante ser capaz de establecer prioridades y de imponer una
cierta jerarquía entre lo que de pronto me apetece y lo que en el fondo, a la
larga, quiero. Y si no, que se lo pregunten a Esaú…
En el cuento bíblico hay un
detalle importante. Lo que determina a Esaú para que elija el potaje presente y
renuncie a la herencia futura es la sombra de la muerte o, si prefieres, el
desánimo producido por la brevedad de la vida. «Como sé que me voy a morir de
todos modos y a lo mejor antes que mi padre…, ¿para qué molestarme en dar más
vueltas a lo que me conviene? ¡Ahora quiero lentejas y mañana estaré muerto, de
modo que vengan las lentejas y se acabó!» Parece como si a Esaú la certeza de
la muerte le llevase a pensar que la vida ya no vale la pena, que todo da
igual. Pero lo que hace que todo dé igual no es la vida, sino la muerte.
Fíjate: por miedo a la muerte, Esaú decide vivir como si ya estuviese muerto y
todo diese igual. La vida está hecha de tiempo, nuestro presente está lleno de
recuerdos y esperanzas, pero Esaú vive como si para él ya no hubiese otra
realidad que el aroma de lentejas que le llega ahorita mismo a la nariz, sin
ayer ni mañana. Aún más: nuestra vida está hecha de relaciones con los demás
—somos padres, hijos, hermanos, amigos o enemigos, herederos o heredados, etc.—
pero Esaú decide que las lentejas (que son una cosa, no una persona) cuentan
más para él que esas vinculaciones con otros que le hacen ser quien es. Y ahora
una pregunta: ¿cumple Esaú realmente lo que quiere o es que la muerte le tiene
como hipnotizado, paralizando y estropeando su querer?
Dejemos a Esaú con sus caprichos
culinarios y sus líos de familia. Volvamos a tu caso, que es el que aquí nos
interesa. Si te digo que hagas lo que quieras, lo primero que parece oportuno
hacer es que pienses con detenimiento y a fondo qué es lo que quieres. Sin duda
te apetecen muchas cosas, a menudo contradictorias, como le pasa a todo el
mundo: quieres tener una moto pero no quieres romperte la crisma por la
carretera, quieres tener amigos pero sin perder tu independencia, quieres tener
dinero pero no quieres avasallar al prójimo para conseguirlo, quieres saber
cosas y por ello comprendes que hay que estudiar pero también quieres
divertirte, quieres que yo no te dé la lata y te deje vivir a tu aire pero
también que esté ahí para ayudarte cuando lo necesites, etc. En una palabra, si
tuvieras que resumir todo esto y poner en palabras sinceramente tu deseo global
de fondo, me dirías: «Mira, papi, lo que quiero es darme la buena vida.»
¡Bravo! ¡Premio para el caballero! Eso mismito es lo que yo quería aconsejarte:
cuando te dije «haz lo que quieras» lo que en el fondo pretendía recomendarte
es que te atrevieras a darte la buena vida. Y no hagas caso a los tristes ni a
los beatos, con perdón: la ética no es más que el intento racional de averiguar
cómo vivir mejor. Si merece la pena interesarse por la ética es porque nos
gusta la buena vida. Sólo quien ha nacido para esclavo o quien tiene tanto
miedo a la muerte que cree que todo da igual se dedica a las lentejas y vive de
cualquier manera.
Quieres darte la buena vida:
estupendo. Pero también quieres que esa buena vida no sea la buena vida de una
coliflor o de un escarabajo, con todo mi respeto para ambas especies, sino una
buena vida humana. Es lo que te corresponde, creo yo. Y estoy seguro de que a
ello no renunciarías por nada del mundo. Ser humano, ya lo hemos indicado
antes, consiste principalmente en tener relaciones con los otros seres humanos.
Si pudieras tener muchísimo dinero, una casa más suntuosa que un palacio de las
mil y una noches, las mejores ropas, los más exquisitos alimentos (¡muchísimas
lentejas!), los más sofisticados aparatos, etc., pero todo ello a costa de no
volver a ver ni a ser visto por ningún ser humano jamás ¿estarías contento?
¿Cuánto tiempo podrías vivir así
sin volverte loco? ¿No es la mayor de las locuras querer las cosas a costa de
la relación con las personas? ¡Pero si precisamente la gracia de todas esas
cosas estriba en que te permiten —o parecen permitirte— relacionarte más
favorablemente con los demás! Por medio del dinero se espera poder deslumbrar o
comprar a los otros; las ropas son para gustarles o para que nos envidien, y lo
mismo la buena casa, los mejores vinos, etcétera. Y no digamos los aparatos: el
vídeo y la tele son para verles mejor, el compact para oírles mejor y así
sucesivamente. Muy pocas cosas conservan su gracia en la soledad; y si la
soledad es completa y definitiva, todas las cosas se amargan irremediablemente.
La buena vida humana es buena vida entre seres humanos o de lo contrario puede
que ser vida pero no será ni buena ni humana. ¿Empiezas a ver por dónde voy?
Las cosas pueden ser
bonitas y útiles, los animales (por lo menos algunos) resultan simpáticos, pero
los hombres lo que queremos ser es humanos, no herramientas ni bichos. Y
queremos también ser tratados como humanos, porque eso de la humanidad depende
en buena medida de que los unos hacemos con los otros. Me explico: el melocotón
nace melocotón, el leopardo viene ya al mundo como leopardo, pero el hombre no
nace ya hombre del todo ni nunca llega a serlo si los demás no le ayudan. ¿Por
qué? Porque el hombre
no es solamente una realidad natural (como los melocotones o los leopardos),
sino también una realidad cultural. No hay humanidad sin aprendizaje cultural y
para empezar sin la base de toda cultura (y fundamento por tanto de nuestra
humanidad): el lenguaje. El mundo en el que vivimos los humanos es un mundo
lingüístico, una realidad de símbolos y leyes sin la cual no sólo seríamos
incapaces de comunicarnos entre nosotros sino también de captar la
significación de lo que nos rodea. Pero nadie puede aprender a hablar por sí solo
(como podría aprender a comer por sí solo o a mear —con perdón— por sí solo),
porque el lenguaje no es una función natural y biológica del hombre (aunque
tenga su base en nuestra condición biológica, claro está), sino una creación
cultural que heredamos y aprendemos de otros hombres.
Por eso hablar a alguien y
escucharle es tratarle como a una persona, por lo menos empezar a darle un
trato humano. Es sólo un primer paso, desde luego, porque la cultura dentro de
la cual nos humanizamos unos a otros parte del lenguaje pero no es simplemente
lenguaje. Hay otras formas de demostrar que nos reconocemos como humanos, es
decir, estilos de respeto y de miramientos humanizadores que tenemos unos para
con otros. Todos queremos que se nos trate así y si no, protestamos. Por eso
las chicas se quejan de que se las trate como mujeres «objeto», es decir
simples adornos o herramientas; y por eso cuando insultamos a alguien le
llamamos «¡animal!», como advirtiéndole que está rompiendo el trato debido
entre hombres y que como siga así podemos pagarle con la misma moneda. Lo más
importante de todo esto me parece lo siguiente: que la humanización (es decir,
lo que nos convierte en humanos, en lo que queremos ser) es un proceso
recíproco (como el propio lenguaje, si te das cuenta). Para que los demás
puedan hacerme humano, tengo yo que hacerles humanos a ellos; si para mí todos
son como cosas o como bestias, yo no seré mejor que una cosa o una bestia
tampoco. Por eso darse la buena vida no puede ser algo muy distinto a fin de
cuentas de dar la buena vida. Piénsalo un poco, por favor.
Más adelante seguiremos con esta
cuestión. Ahora para concluir este capítulo de modo más relajado, te propongo
que nos vayamos al cine. Podemos ver, si quieres, una hermosísima película
dirigida e interpretada por Orson Welles: Ciudadano Kane. Te la recuerdo
brevemente, Kane es un multimillonario que con pocos escrúpulos ha reunido en
su palacio de Xanadú una enorme colección de todas las cosas hermosas y caras
del mundo. Tiene de todo, sin duda, y a todos los que le rodean les utiliza
para sus fines, como simples instrumentos de su ambición. Al final de su vida,
pasea solo por los salones de su mansión, llenos de espejos que le devuelven
mil veces su propia imagen de solitario: sólo su imagen le hace compañía. Al
fin muere, murmurando una palabra: «¡Rosebud!» Un periodista intenta adivinar
el significado de este último gemido, pero no lo logra. En realidad, «Rosebud»
es el nombre escrito en un trineo con el que Kane jugaba cuando niño, en la
época en que aún vivía rodeado de afecto y devolviendo afecto a quienes le
rodeaban. Todas sus riquezas y todo el poder acumulado sobre los otros no
habían podido comprarle nada mejor que aquel recuerdo infantil. Ese trineo,
símbolo de dulces relaciones humanas, era en verdad lo que Kane quería, la
buena vida que había sacrificado para conseguir millones de cosas que en
realidad no le servían para nada. Y sin embargo la mayoría le envidiaba… Venga,
vámonos al cine: mañana seguiremos.
Vete leyendo…
«Y quiso Jacob un potaje; y volviendo Esaú del campo,
cansado, dijo a Jacob: Te ruego que me des a comer de ese guiso rojo, pues
estoy muy cansado.
»Y Jacob respondió: Véndeme en este día tu primogenitura.
»Entonces dijo Esaú: He aquí que yo me voy a morir; ¡para
qué, pues, me servirá la primogenitura.
»Y dijo Jacob: Júramelo en este día. Y le juró, y vendió
a Jacob su primogenitura.
»Entonces Jacob dio a Esaú pan y del guisado de las
lentejas; y él comió y bebió, se levantó y se fue. Así menospreció Esaú la
primogenitura.» (Génesis, XXV, 2779 a 34).
«Quizá el hombre es malo porque, durante toda la vida,
está esperando morir: y así muere mil veces en la muerte de los otros y de las
cosas.
»Pues todo animal consciente de estar en peligro de
muerte se vuelve loco. Loco miedoso, (loco astuto, loco malvado, loco que huye,
loco servil, loco furioso, loco odiador, loco embrollador, loco asesino» (Tony
Duvert, Abecedario malévolo).
«Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y
su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida» (Spinoza,
Ética).
«Hombre libre es el que quiere sin la arrogancia de lo
arbitrario. Cree en la realidad, es decir, en el lazo real que une la dualidad
real del yo y del tú. Cree en el Destino y cree que el Destino le necesita…
Pues lo que ha de acontecer no acontecerá si no está resuelto a querer lo que
es capaz de querer» (Martin Buber, Yo y tú).
«Ser capaz de prestarse atención a uno mismo es requisito
previo para tener la capacidad de prestar atención a los demás; el sentirse a
gusto con uno mismo es la condición necesaria para relacionarse con otros»
(Erich Fromm, Ética y psicoanálisis).
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