1. ÓRDENES,
COSTUMBRES Y CAPRICHOS
Te recuerdo brevemente donde estamos. Queda claro que hay cosas que nos convienen para vivir y otras no, pero no siempre está claro qué cosas son las que nos convienen. Aunque no podamos elegir lo que nos pasa, podemos en cambio elegir lo que hacer frente a lo que nos pasa. Modestia aparte, nuestro caso se parece más al de Héctor que al de las beneméritas termitas… Cuando vamos a hacer algo, lo hacemos porque preferimos hacer eso a hacer otra cosa, o porque preferimos hacerlo a no hacerlo. ¿Resulta entonces que hacemos siempre lo que queremos? Hombre, no tanto. A veces las circunstancias nos imponen elegir entre dos opciones que no hemos elegido: vamos, que hay ocasiones en que elegimos aunque preferiríamos no tener que elegir.
Uno de los primeros filósofos que
se ocupó de estas cuestiones, Aristóteles, imaginó el siguiente ejemplo. Un
barco lleva una importante carga de un puerto a otro. A medio trayecto, le
sorprende una tremenda tempestad. Parece que la única forma de salvar el barco
y la tripulación es arrojar por la borda el cargamento, que además de
importante es pesado. El capitán del navío se plantea el problema siguiente: «¿Debo
tirar la mercancía o arriesgarme a capear el temporal con ella en la bodega,
esperando que el tiempo mejore o que la nave resista?» Desde luego, si arroja
el cargamento lo hará porque prefiere hacer eso a afrontar el riesgo, pero
sería injusto decir sin más que quiere tirarlo. Lo que de veras quiere es
llegar a puerto con su barco, su tripulación y su mercancía: eso es lo que más
le conviene. Sin embargo, dadas las borrascosas circunstancias, prefiere salvar
su vida y la de su tripulación a salvar la carga, por preciosa que sea. ¡Ojalá
no se hubiera levantado la maldita tormenta! Pero la tormenta no puede
elegirla, es cosa que se le impone, cosa que le pasa, quiera o no; lo que en
cambio puede elegir es el comportamiento a seguir en el peligro que le amenaza.
Si tira el cargamento por la borda lo hace porque quiere… y a la vez sin
querer. Quiere vivir, salvarse y salvar a los hombres que dependen de él,
salvar su barco; pero no quisiera quedarse sin la carga ni el provecho que
representa, por lo que no se desprende de ella sino muy a regañadientes.
Preferiría sin duda no verse en el trance de tener que escoger entre la pérdida
de sus bienes y la pérdida de su vida. Sin embargo, no queda más remedio y debe
decidirse: elegirá lo que quiera más, lo que crea más conveniente. Podríamos
decir que es libre porque no le queda otro remedio que serlo, libre de optar en
circunstancias que él no ha elegido padecer.
Casi siempre que reflexionamos en
situaciones difíciles o importantes sobre lo que vamos a hacer nos encontramos
en una situación parecida a la de ese capitán de barco del que habla
Aristóteles. Pero claro, no siempre las cosas se ponen tan feas. A veces las
circunstancias son menos tormentosas y si me empeño en no ponerte más que
ejemplos con ciclón incorporado puedes rebelarte contra ellos, como hizo aquel
aprendiz de aviador. Su profesor de vuelo le preguntó: «Va usted en un avión,
se declara una tormenta y le inutiliza a usted el motor. ¿Qué debe hacer?» Y el
estudiante contesta: «Seguiré con el otro motor.» «Bueno —dijo el profesor—,
pero llega otra tormenta y le deja sin ese motor. ¿Cómo se las arregla
entonces?» «Pues seguiré con el otro motor.» «También se lo destruye una
tormenta. ¿Y entonces?»
«Pues continúo con otro motor.»
«Vamos a ver —se mosquea el profesor—, ¿se puede saber de dónde saca usted
tantos motores?» Y el alumno, imperturbable: «Del mismo sitio del que saca
usted tantas tormentas.» No, dejemos de lado el tormento de las tormentas.
Veamos qué ocurre cuando hace buen tiempo.
Por lo general, uno no se pasa la
vida dando vueltas a lo que nos conviene o no nos conviene hacer.
Afortunadamente no solemos estar tan achuchados por la vida como el capitán del
dichoso barquito del que hemos hablado. Si vamos a ser sinceros, tendremos que
reconocer que la mayoría de nuestros actos los hacemos casi automáticamente,
sin darle demasiadas vueltas al asunto. Recuerda conmigo, por favor lo que has
hecho esta mañana. A una hora indecentemente temprana ha sonado el despertador
y tú, en vez de estrellarlo contra la pared como te apetecía, has apagado la
alarma. Te has quedado un ratito entre las sábanas, intentando aprovechar los
últimos y preciosos minutos de comodidad horizontal. Después has pensado que se
te estaba haciendo demasiado tarde y el autobús para el cole no espera, de modo
que te has levantado con santa resignación. Ya sé que no te gusta demasiado
lavarte los dientes pero como te insisto tanto para que lo hagas has acudido
entre bostezos a la cita con el cepillo y la pasta. Te has duchado casi sin
darte cuenta de lo que hacías, porque es algo que ya pertenece a la rutina de
todas las mañanas. Luego te has bebido el café con leche y te has tomado la
habitual tostada con mantequilla. Después, a la dura calle. Mientras ibas hacia
la parada del autobús repasando mentalmente los problemas de matemáticas —¿no
tenías hoy control?— has ido dando patadas distraídas a una lata vacía de
coca-cola. Más tarde el autobús, el colegio, etc.
Francamente, no creo que cada uno
de esos actos los hayas realizado tras angustiosas meditaciones: «¿Me levanto o
no me levanto? ¿Me ducho o no me ducho? ¡Desayunar o no desayunar, ésa es la
cuestión!» La zozobra del pobre capitán de barco a punto de zozobrar, tratando
de decidir a toda prisa si tiraba por la borda la carga o no, se parece poco a
tus soñolientas decisiones de esta mañana. Has actuado de manera casi
instintiva, sin plantearte muchos problemas. En el fondo resulta lo más cómodo
y lo más eficaz, ¿no? A veces darle demasiadas vueltas a lo que uno va a hacer
nos paraliza. Es como cuando echas a andar: si te pones a mirarte los pies y a
decir «ahora, el derecho; luego,
el izquierdo, etc.», lo más seguro es que pegues un tropezón o que acabes
parándote. Pero yo quisiera que ahora, retrospectivamente, te preguntaras lo
que no te preguntaste esta mañana. Es decir: ¿por qué he hecho lo que hice?,
¿por qué ese gesto y no mejor el contrario, o quizá otro cualquiera? Supongo
que esta encuesta te indignará un poco. ¡Vaya! ¿Que por qué tienes que
levantarte a las siete y media, lavarte los dientes e ir al colegio? ¿Y yo te
lo pregunto? ¡Pues precisamente porque yo me empeño en que lo hagas y te doy la
lata de mil maneras, con amenazas y promesas, para obligarte! ¡Si te quedases
en la cama menudo jaleo te montaría! Claro que algunos de los gestos reseñados
como ducharte o desayunar, los realizas ya sin acordarte de mí, porque son
cosas que siempre se hacen al levantarse,
¿no?, y que todo el mundo repite.
Lo mismo que ponerse pantalones en lugar de ir en calzoncillos, por mucho que
apriete el calor… En cuanto a lo de tomar el autobús, bueno, no tienes más
remedio que hacerlo para llegar a tiempo, porque el colegio está demasiado
lejos como para ir andando y no soy tan espléndido para pagarte un taxi de ida
y vuelta todos los días. ¿Y lo de pegarle patadas a la lata? Pues eso lo haces
porque sí, porque te dala gana.
Vamos a detallar entonces la
serie de diferentes motivos que tienes para tus comportamientos matutinos. Ya
sabes lo que es un «motivo» en el sentido que recibe la palabra en este
contexto: es la razón que tienes o al menos crees tener para hacer algo, la
explicación más aceptable de tu conducta cuando reflexionas un poco sobre ella.
En una palabra: la mejor respuesta que se te ocurre a la pregunta «¿por qué
hago eso?». Pues bien, uno de los tipos de motivación que reconoces es el de
que yo te mando que hagas tal o cual cosa. A estos motivos les llamaremos
órdenes. En otras ocasiones el motivo es que sueles hacer siempre ese mismo
gesto y ya lo repites casi sin pensar, o también el ver que a tu alrededor todo
el mundo se comporta así habitualmente: llamaremos costumbres a este juego de
motivos. En otros casos —los puntapiés a la lata, por ejemplo— el motivo parece
ser la ausencia de motivo, el que te apetece sin más, la pura gana. ¿Estás de
acuerdo en que llamemos caprichos al por qué de estos comportamientos? Dejo de
lado los motivos más crudamente funcionales, es decir los que te inducen a
aquellos gestos que haces como puro y directo instrumento para conseguir algo:
bajar la escalera para llegar a la calle en lugar de saltar por la ventana,
coger el autobús para ir al cole, utilizar una taza para tomar tu café con
leche, etc.
Nos limitaremos a examinar los
tres meros tipos de motivos, es decir las órdenes, las costumbres y los
caprichos. Cada uno de esos motivos inclina tu conducta en una dirección u
otra, explica más o menos tu preferencia por hacer lo que haces frente a las
otras muchas cosas que podrías hacer. La primera pregunta que se me ocurre
plantear sobre ellos es: ¿de qué modo y con cuánta fuerza te obliga a actuar
cada uno? Porque no todos tienen el mismo peso en cada ocasión. Levantarte para
ir al
colegio es más obligatorio que
lavarte los dientes o ducharte y creo que bastante más que dar patadas a la
lata de coca-cola; en cambio, ponerte pantalones o al menos calzoncillos por
mucho calor que haga es tan obligatorio como ir al cole, ¿no? Lo que quiero
decirte es que cada tipo de motivos tiene su propio peso y te condiciona a su
modo. Las órdenes, por ejemplo, sacan su fuerza, en parte, del miedo que puedes
tener a las terribles represalias que tomaré contra ti si no me obedeces; pero
también, supongo, al afecto y la confianza que me tienes y que te lleva a
pensar que lo que te mando es para protegerte y mejorarte o, como suele decirse
con expresión que te hace torcer el gesto, por tu bien. También desde luego
porque esperas algún tipo de recompensa si cumples como es debido: paga,
regalos, etc. Las costumbres, en cambio, vienen más bien de la comodidad de
seguir la rutina en ciertas ocasiones y también de tu interés de no contrariar
a los otros, es decir de la presión de los demás. También en las costumbres hay
algo así como una obediencia a ciertos tipos de órdenes: piensa, por poner otro
ejemplo, en las modas. ¡La cantidad de cazadoras, zapatillas, chapas, etc., que
tienes que ponerte porque entre tus amigos es costumbre llevarlas y tú no
quieres desentonar!
Las órdenes y las costumbres
tienen una cosa en común: parece que vienen de fuera, que se te imponen sin pedirte
permiso. En cambio, los caprichos te salen de dentro, brotan espontáneamente
sin que nadie te los mande ni a nadie en principio creas imitarlos. Yo supongo
que si te pregunto que cuándo te sientes más libre, al cumplir órdenes, al
seguir la costumbre o al hacer tu capricho, me dirás que eres más libre al
hacer tu capricho, porque es una cosa más tuya y que no depende de nadie más
que de ti. Claro que vete a saber: a lo mejor también el llamado capricho te
apetece porque se lo imitas a alguien o quizá brota de una orden pero al revés,
por ganas de llevar la contraria, unas ganas que no se te hubieran despertado a
ti solo sin el mandato previo que desobedeces… En fin, por el momento vamos a
dejar las cosas aquí, que por hoy ya es lío suficiente.
Pero antes de acabar recordemos
como despedida otra vez aquel barco griego en la tormenta al que se refirió
Aristóteles. Ya que empezamos entre olas y truenos bien podemos acabar lo
mismo, para que el capítulo resulte capicúa. El capitán del barco estaba,
cuando lo dejamos, en el trance de arrojar o no la carga por la borda para
evitar el naufragio. Desde luego tiene orden de llevar las mercancías a puerto,
la costumbre no es precisamente tirarlas al mar y poco le ayudaría seguir sus
caprichos dado el berenjenal en que se encuentra. ¿Seguirá sus órdenes aun a
riesgo de perder la vida y la de toda su tripulación? ¿Tendrá más miedo a la
cólera de sus patronos que al mismo mar furioso? En circunstancias normales
puede bastar con hacer lo que le mandan a uno, pero a veces lo más prudente es
plantearse hasta qué punto resulta aconsejable obedecer… Después de todo, el
capitán no es como las termitas, que tienen que salir en plan kamikaze quieran
o no porque no les queda otro remedio que
«obedecer» los impulsos de su
naturaleza.
Y si en la situación en que está
las órdenes no le bastan, la costumbre todavía menos. La costumbre sirve para
lo corriente, para la rutina de todos los días.
¡Francamente, una tempestad en
alta mar no es momento para andarse con rutinas! Tú mismo te pones
religiosamente pantalones y calzoncillos todas las mañanas, pero si en caso de
incendio no te diera tiempo tampoco te sentirías demasiado culpable. Durante el
gran terremoto de México de hace pocos años un amigo mío vio derrumbarse ante
sus propios ojos un elevado edificio; acudió a prestar ayuda e intentó sacar de
entre los escombros a una de las víctimas, que se resistía inexplicablemente a
salir de la trampa de cascotes hasta que confesó: «Es que no llevo nada
encima…» ¡Premio especial del jurado a la defensa intempestiva del taparrabos!
Tanto conformismo ante la costumbre vigente es un poco morboso, ¿no? Podemos
suponer que nuestro capitán griego era un hombre práctico y que la rutina de
conservar la carga no era suficiente para determinar su comportamiento en caso
de peligro. Ni tampoco para arrojarla, claro está, por mucho que en la mayoría
de los casos fuese habitual desprenderse de ella. Cuando las cosas están de
veras serias hay que inventar y no sencillamente limitarse a seguir la moda o el
hábito…
Tampoco parece que sea ocasión
propicia para entregarse a los caprichos. Si te dijeran que el capitán de ese
barco tiró la carga no porque lo considerase prudente, sino por capricho (o que
la conservó en la bodega por el mismo motivo), ¿qué pensarías? Respondo por ti:
que estaba un poco loco. Arriesgar la fortuna o la vida sin otro móvil que el
capricho tiene mucho de chaladura, y si la extravagancia compromete la fortuna
o la vida del prójimo merece ser calificada aún más duramente. ¿Cómo podría haber
llegado a mandar un barco semejante antojadizo irresponsable? En momentos
tempestuosos a la persona sana se le pasan casi todos los caprichitos y no le
queda sino el deseo intenso de acertar con la línea de conducta más
conveniente, o sea: más racional.
¿Se trata entonces de un simple
problema funcional, de encontrar el mejor medio para llegar sanos y salvos a
puerto? Vamos a suponer que el capitán llega a la conclusión de que para
salvarse basta con arrojar cierto peso al mar, sea peso en mercancías o sea
peso en tripulación. Podría entonces intentar convencer a los marineros de que
tirasen por la borda a los cuatro o cinco más inútiles de entre ellos y así de
ese modo tendrían una buena oportunidad de conservar las ganancias del flete.
Desde un punto de vista funcional a lo mejor era ésta la mejor solución para
salvar el pellejo y también para asegurar las ganancias… Sin embargo, algo me
resulta repugnante en tal decisión y supongo que a ti también. ¿Será porque me
han dado la orden de que tales cosas no deben hacerse, o porque no tengo
costumbre de hacerlas o simplemente porque no me apetece —tan caprichoso soy—
comportarme de esa manera?
Perdona que te deje en un
suspense digno de Hitchcok, pero no voy a decirte para acabar qué es lo que a
la postre decidió nuestro zarandeado capitán. ¡Ojalá acertase y tuviera ya buen
viento hasta volver a casa! La verdad es que cuando pienso en él me doy cuenta
de que todos vamos en el mismo barco… Por el momento, nos quedaremos con las
preguntas que hemos planteado y esperemos que vientos favorables nos lleven
hasta el próximo capítulo, donde volveremos a encontrarlas e intentaremos
empezar a responderlas.
Vete leyendo…
«Tanto la virtud como el vicio
están en nuestro poder. En efecto, siempre que está en nuestro poder el hacer,
lo está también el no hacer, y siempre que está en nuestro poder el no, lo está
el sí, de modo que si está en nuestro poder el obrar cuando es bello, lo estará
también cuando es vergonzoso, y si está en nuestro poder el no obrar cuando es
bello, lo estará, asimismo, para no obrar cuando es vergonzoso. (Aristóteles,
Ética para Nicómaco).
«En el arte de vivir, el hombre
es al mismo tiempo el artista y el objeto de su arte, es el escultor y el
mármol, el médico y el paciente» (Erich Fromm, Ética y psicoanálisis).
«Sólo disponemos de cuatro
principios de la moral:
«1) El filosófico: haz el bien
por el bien mismo, por respeto a la ley.
«2) El religioso: hazlo porque es
la voluntad de Dios, por amor a Dios.
«3) El humano: hazlo porque tu
bienestar lo requiere, por amor propio.
«4) El político: Hazlo porque lo
requiere la prosperidad de la sociedad de la que formas parte, por amor a la
sociedad y por consideración a ti» (Lichtenberg, Aforismos).
«No hemos de preocuparnos de
vivir largos años, sino de vivirlos satisfactoriamente; porque vivir largo
tiempo depende del destino, vivir satisfactoriamente de tu alma. La vida es
larga si es plena; y se hace plena cuando el alma ha recuperado la posesión de
su bien propio y ha transferido a sí el dominio de sí misma» (Séneca, Cartas a
Lucilio).
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