Los filósofos de la naturaleza
A los primeros filósofos de Grecia se les suele llamar «filósofos de la naturaleza» porque, ante todo, se
interesaban por la naturaleza y por
sus procesos.
Ya nos hemos preguntado de dónde procedemos. Muchas personas
hoy en día se imaginan más o
menos que algo habrá surgido, en algún memento, de la
nada. Esta idea no era tan corriente entre los griegos.
Por alguna razón daban por sentado que ese «algo» había existido siempre.
Vemos, pues, que la gran pregunta no era cómo todo pudo surgir de la nada. Los griegos se preguntaban, más bien, cómo era posible que el agua se convirtiera en peces vivos y la tierra inerte en grandes árboles o en flores de colores encendidos. ¡Por no hablar de cómo un niño puede ser concebido en el seno de su madre!
Los filósofos veían con sus propios ojos cómo constantemente ocurrían cambios en la naturaleza. ¿Pero
cómo podían ser posibles tales
cambios? ¿Cómo podía algo pasar de ser una sustancia
para convertirse en algo completamente distinto, en vida, por ejemplo?
Los primeros filósofos tenían en común la creencia de que existía una materia primaria, que era el origen
de todos los cambios. No resulta
fácil saber cómo llegaron a esa conclusión, sólo sabemos que iba surgiendo la idea de
que tenía que haber
una sola materia primaria que, más o
menos, fuese el origen de todos los cambios
sucedidos en la naturaleza. Tenía que haber «algo» de lo que todo procedía y a lo que todo
volvía.
Lo más interesante para nosotros no es saber cuáles fueron las respuestas a las que llegaron esos
primeros filósofos, sino qué preguntas
se hacían y qué tipo de respuestas buscaban. Nos interesa más el como pensaban que precisamente lo que pensaban.
Podemos constatar que hacían preguntas sobre cambios visibles en la naturaleza. Intentaron buscar
algunas leyes naturales constantes.
Querían entender los sucesos de la naturaleza sin tener que recurrir a los mitos tradicionales. Ante todo, intentaron entender los procesos de la naturaleza estudiando la misma naturaleza. ¡Es algo muy distinto a
explicar los relámpagos y los truenos,
el invierno y la primavera con referencias a sucesos mitológicos!
De esta manera, la filosofía se independizó de la religión. Podemos decir que los filósofos de la
naturaleza dieron los primeros
pasos hacia una manera científica de pensar,
desencadenando todas las ciencias naturales posteriores.
La mayor parte de lo que dijeron y escribieron los filósofos de la naturaleza se perdió para la posteridad.
Lo poco que conocemos lo encontramos en los escritos
de Aristóteles, que vivió un par de siglos
después de los primeros filósofos. Aristóteles sólo se refiere a los resultados a que llegaron los filósofos que le precedieron, lo que significa que no
podemos saber siempre cómo llegaron
a sus conclusiones. Pero sabemos
suficiente como para constatar que el proyecto de los
primeros filósofos griegos abarcaba
preguntas en torno a la materia primaria y a los cambios en la naturaleza.
El primer filósofo del que oímos hablar es Tales, de la colonia de Mileto, en Asia Menor. Viajó mucho por
el mundo. Se cuenta de él que midió
la altura de una pirámide en Egipto, teniendo en cuenta la sombra de la misma, en el momento en que su propia sombra medía exactamente lo mismo que él.
También se dice que supo predecir
mediante cálculos matemáticos un eclipse solar en el año 585
antes de Cristo.
Tales opinaba que el agua es el origen de todas las cosas. No sabemos exactamente lo que quería decir
con eso. Quizás opinara que toda
clase de vida tiene su origen en el agua, y que toda clase de vida vuelve a convertirse en agua cuando se disuelve.
Estando en Egipto, es muy probable que viera cómo todo crecía en cuanto las aguas del Nilo se retiraban
de las regiones de su delta. Quizás
también viera cómo,
tras la lluvia,
iban apareciendo ranas y
gusanos.
Además, es probable que Tales se preguntara cómo el agua puede convertirse en hielo y vapor, y
luego volver a ser agua de nuevo.
Al parecer, Tales también dijo que «todo está lleno de dioses». También sobre este particular sólo podemos
hacer conjeturas en cuanto a lo que
quiso decir. Quizás se refiriese a cómo la tierra negra pudiera ser el origen de todo, desde flores y cereales
hasta cucarachas y otros insectos,
y se imaginase que la tierra estaba llena
de pequeños e invisibles «gérmenes» de vida. De lo que sí podemos estar seguros, al menos, es de que
no estaba pensando en los dioses
de Homero.
El siguiente filósofo del que se nos habla es de Anaximandro, que también vivió en Mileto. Pensaba que
nuestro mundo simplemente es uno de los
muchos mundos que nacen y perecen en algo
que él llamó «lo Indefinido». No es fácil saber lo que él entendía por «lo Indefinido», pero parece
claro que no se imaginaba una
sustancia conocida, como Tales. Quizás fuera de la opinión de que aquello de lo que se ha creado todo, precisamente tiene que ser distinto a lo
creado. En ese caso, la materia
primaria no podía ser algo tan normal como el agua, sino algo «indefinido».
Un tercer filósofo de Mileto fue Anaxímenes (aprox. 570-526 a. de C.) que
opinaba que el origen de todo era el aire o
la niebla.
Es evidente que Anaxímenes había conocido la teoría de Tales sobre el agua. ¿Pero de dónde viene el agua? Anaxímenes opinaba que el agua tenía que ser aire
condensado, pues vemos cómo el agua
surge del aire cuando llueve. Y cuando el agua se condensa aún más, se convierte en tierra, pensaba él. Quizás había observado cómo la tierra y la arena
provenían del hielo que se
derretía. Asimismo pensaba que el fuego tenía que ser aire diluido. Según Anaxímenes, tanto la tierra
como el agua y el fuego, tenían como origen
el aire.
No es largo el camino desde la tierra y el agua hasta las plantas en el campo. Quizás pensaba Anaxímenes que
para que surgiera vida, tendría que
haber tierra, aire, fuego y agua. Pero el punto de partida en sí eran «el aire» o «la niebla». Esto significa que compartía con Tales la idea de que tiene
que haber una materia primaria, que
constituye la base de todos los cambios que suceden en la naturaleza.
Los tres filósofos de Mileto pensaban que tenía que haber una –y quizás sólo una- materia primaria de la
que estaba hecho todo lo demás.
¿Pero cómo era posible que una materia se alterara de repente para convertirse en algo completamente distinto? A este problema lo podemos llamar problema del cambio.
Desde aproximadamente el año 500 a. de C. vivieron unos filósofos en la colonia griega de Elea en
el sur de Italia, y estos eleatos se
preocuparon por cuestiones de ese tipo. El más
conocido era Parménides (aprox. 510-470 a. de C). (14) Parménides pensaba que todo lo que hay ha
existido siempre, lo que era una idea
muy corriente entre los griegos. Daban más o
menos por sentado que todo
lo que existe en el mundo
es eterno.
Nada puede surgir de la nada, pensaba Parménides. Y algo que existe,
tampoco se puede convertir en nada.
Pero Parménides fue más lejos que la mayoría. Pensaba que ningún verdadero cambio era posible. No
hay nada que se pueda convertir en algo diferente a lo que es exactamente.
Desde luego que Parménides sabía que precisamente la naturaleza muestra cambios constantes. Con
los sentidos observaba cómo cambiaban
las cosas, pero esto no concordaba con
lo que le decía la razón. No obstante, cuando se vio forzado a elegir entre fiarse de sus sentidos o de
su razón, optó por la razón.
Conocemos la expresión: «Si no lo veo, no lo creo». Pero Parménides no lo creía ni siquiera cuando
lo veía. Pensaba que los sentidos nos
ofrecen una imagen errónea del mundo, una imagen
que no concuerda con la razón de los seres humanos. Como filósofo, consideraba que era su obligación descubrir toda clase
de «ilusiones».
Esta fuerte fe en la razón humana se llama racionalismo. Un racionalista es el que tiene una gran fe
en la razón de las personas como fuente de sus conocimientos sobre el mundo.
Al mismo tiempo que
Parménides, vivió Heráclito
(aprox. 540-480 a. de C.) de
Éfeso en Asia Menor. Él pensaba que precisamente los cambios constantes eran los rasgos más básicos de la naturaleza. Podríamos decir que Heráclito
tenía más fe en lo que le decían sus sentidos que
Parménides.
«Todo fluye», dijo Heráclito. Todo está en movimiento y nada dura eternamente. Por eso no podemos
«descender dos veces al mismo río»,
pues cuando desciendo al río por segunda vez, ni yo ni el río somos los mismos.
Heráclito también señaló el hecho de que el mundo está caracterizado por constantes
contradicciones. Si no estuviéramos nunca
enfermos, no entenderíamos lo que significa estar sano. Si no tuviéramos nunca hambre, no sabríamos
apreciar estar saciados. Si no
hubiera nunca guerra, no sabríamos valorar la
paz, y si no hubiera nunca invierno, no nos daríamos cuenta de la primavera.
Tanto el bien como el mal
tienen un lugar necesario en el Todo, decía Heráclito. Y si no hubiera una
constante juego entre los contrastes, el mundo dejaría de existir. «Dios es día
y noche, invierno y verano, guerra y paz, hambre y saciedad», decía.
Emplea la palabra «Dios», pero es evidente que se refiere a algo muy distinto a los dioses de los que
hablaban los mitos. Para Heráclito,
Dios –o lo divino- es algo que abarca a todo el mundo. Dios se muestra precisamente en esa naturaleza llena de contradicciones y en constante cambio.
En lugar de la palabra «Dios», emplea a menudo la palabra griega logos, que significa razón. Aunque las
personas no hemos pensado siempre del
mismo modo, ni hemos tenido la misma razón, Heráclito opinaba que tiene que
haber una especie de
«razón universal» que dirige todo lo que sucede en la naturaleza. Esta «razón universal» –o «ley natural»-
es algo común para todos y por la
cual todos tienen que guiarse. Y, sin embargo, la mayoría vive según su propia razón, decía Heráclito. No tenía,
en general, muy buena opinión de su
prójimo. «Las opiniones de la mayor
parte de la gente pueden compararse con los juegos infantiles», decía.
En medio de todos esos cambios y contradicciones en la naturaleza, Heráclito veía, pues, una unidad o un todo. Este
«algo», que era la base
de todo, él lo llamaba «Dios»
o «logos».
En cierto modo, las ideas de Parménides y Heráclito eran totalmente contrarias. La razón de
Parménides le decía que nada puede
cambiar. Pero los sentidos de Heráclito decían, con la misma convicción, que en la naturaleza suceden
constantemente cambios.
¿Quién de ellos tenía razón? ¿Debemos fiarnos de la razón o de los sentidos?
Tanto Parménides como Heráclito dicen dos cosas.
Parménides dice:
a) que nada puede cambiar y
b)
que las sensaciones, por lo tanto, no son de fiar. Por el contrario, Heráclito dice:
a) que todo cambia (todo
fluye) y
b)
que las sensaciones son de fiar
¡Difícilmente dos filósofos pueden llegar a estar en mayor desacuerdo! ¿Pero cuál de ellos tenía razón? Empédocles (494- 434 a. de C.)
de Sicilia sería el que
lograra salir de los enredos en los
que se había metido la filosofía. Opinaba que, tanto Parménides como Heráclito, tenían razón en una de sus afirmaciones, pero que los dos se equivocaban en una cosa.
Empédocles pensaba que el gran desacuerdo se debía a que los filósofos habían dado por sentado(error
esencial en Parménides) que había
un solo elemento. De ser así, la diferencia entre lo que dice la razón y lo que «vemos con nuestros propios ojos» seria insuperable.
Es evidente que el agua no puede convertirse en un pez o en una mariposa. El agua no puede cambiar. El
agua pura sigue siendo agua pura para
siempre. De modo que Parménides tenía razón en
decir que «nada cambia».
Al mismo tiempo, Empédocles le daba la razón a Heráclito en que debemos
fiarnos de lo que nos dicen nuestros sentidos.
Debemos creer lo que vemos, y vemos, precisamente, cambios constantes en la naturaleza.
Empédocles llegó a la conclusión de que lo que había que rechazar era la idea de que hay un solo elemento.
Ni el agua ni el aire son capaces,
por sí solos, de convertirse en un rosal o en
una mariposa, razón por la cual resulta imposible que la naturaleza sólo tenga un elemento.
Empédocles pensaba que la naturaleza tiene en total cuatro elementos
o «raíces», como él los llama.
Llamó a esas cuatro
raíces tierra, aire, fuego y
agua.
Todos los cambios de la naturaleza se deben a que estos cuatro elementos se mezclan y se vuelven a
separar, pues todo está compuesto de
tierra, aire, fuego y agua, pero en distintas
proporciones de mezcla. Cuando muere una flor o un animal, los cuatro elementos vuelven a separarse. Éste
es un cambio que podemos observar con
los ojos. Pero la tierra y el aire, el fuego y
el agua quedan completamente inalterados o intactos con todos esos cambios en los que participan. Es decir, que no
es cierto que
«todo» cambia (en contra de Heráclito). En realidad, no hay nada que cambie, lo que ocurre es, simplemente,
que cuatro elementos diferentes se
mezclan y se separan, para luego volver a mezclarse.
Podríamos compararlo con un pintor artístico: si tiene sólo un color –por ejemplo el rojo- no puede
pintar árboles verdes. Pero si
tiene amarillo, rojo, azul y negro, puede obtener hasta cientos de colores, mezclándolos en distintas
proporciones.
Un ejemplo de cocina demuestra lo mismo. Si sólo tuviera harina,
tendría que ser un mago para poder hacer un bizcocho. Pero si tengo huevos y harina, leche y azúcar,
entonces puedo hacer un montón de
tartas y bizcochos diferentes, con esas cuatro
materias primas.
No fue por casualidad el que Empédocles pensara que las
«raíces» de la naturaleza tuvieran que ser precisamente tierra, aire, fuego y agua. Antes que él, otros
filósofos habían intentado mostrar
por qué el elemento básico tendría que ser agua, aire o fuego. Tales y Anaxímenes ya habían señalado el agua y el aire como elementos importantes de la
naturaleza. Los griegos también
pensaban que el fuego era muy importante. Observaban, por ejemplo, la importancia del sol para todo lo vivo de la naturaleza, y, evidentemente, conocían el
calor del cuerpo humano y animal.
Quizás Empédocles vio cómo ardía un trozo de madera; lo que sucede entonces, es que algo se disuelve.
Oímos cómo la madera cruje y
gorgotea. Es el agua. Algo se convierte en humo. Es el aire. Vemos ese aire. Algo queda cuando el fuego se apaga. Es la ceniza,
o la tierra.
Empédocles señala, como hemos visto, que los cambios en la naturaleza se deben a que las cuatro
raíces se mezclan y se vuelven a separar. Pero queda
algo por explicar. ¿Cuál
es la causa por la que
los elementos se unen para dar lugar a una nueva vida? ¿Y por qué vuelve a disolverse «la mezcla», por ejemplo, una flor?
Empédocles pensaba que tenía que haber dos fuerzas que actuasen en la naturaleza. Las llamó
«amor» y «odio». Lo que une las cosas es «el amor», y lo que las
separa, es «el odio».
Tomemos nota de que el filósofo distingue aquí entre
«elemento» y «fuerza». Incluso, hoy en día, la ciencia distingue entre «los elementos» y «las fuerzas de la
naturaleza». La ciencia moderna dice
que todos los procesos de la naturaleza pueden
explicarse como una interacción de los distintos elementos, y unas cuantas fuerzas de la naturaleza.
Empédocles también estudió la cuestión de qué es lo que pasa cuando observamos algo con nuestros
sentidos. ¿Cómo puedo ver una flor,
por ejemplo? ¿Qué sucede entonces? ¿Has pensado en eso, Sofía?
¡Si no, ahora
tienes la ocasión!
Empédocles pensaba que nuestros ojos estaban formados de tierra,
aire, fuego y agua,
como todo lo demás
en la naturaleza. Y
«la tierra» que tengo en mi ojo capta lo que hay de tierra en lo que veo, «el aire» capta
lo que es de aire,
«el fuego» de los ojos
capta lo que es de fuego y «el agua» lo que es de agua. Si el ojo hubiera carecido de uno de los cuatro
elementos, yo tampoco hubiera podido ver la naturaleza en su totalidad.
Otro filósofo que no se contentaba con la teoría de que un solo elemento –por ejemplo el agua- pudiera
convertirse en todo lo que vemos en
la naturaleza, fue Anaxágoras (500-428 a. de C). Tampoco aceptó la idea de que tierra, aire, fuego o agua pudieran
convertirse en sangre
y hueso.
Anaxágoras opinaba que la naturaleza está hecha de muchas piezas minúsculas, invisibles para el ojo.
Todo puede dividirse en algo
todavía más pequeño, pero incluso en las piezas más pequeñas, hay algo de todo. Si la piel y el pelo no se han convertido en otra cosa, tiene que haber
piel y pelo también en la leche que bebemos, y en la comida
que comemos, opinaba él.
A lo mejor, un par de ejemplos modernos puedan ilustrar lo que se imaginaba Anaxágoras. Mediante la
técnica de láser se pueden, hoy en
día, hacer los llamados hologramas. Si el holograma
muestra un coche, y este holograma se rompe,
veremos una imagen de todo el coche, aunque conservemos solamente la parte del holograma que
muestra el parachoques. Eso es porque
todo el motivo está presente en cada piececita.
De alguna manera, también se puede decir que es así como está hecho nuestro cuerpo. Si separo una célula
de la piel de un dedo, el núcleo de
esa célula contiene no sólo la receta de cómo es mi piel, sino que en la misma célula también está la receta de mis ojos, del color de mi pelo, de cuántos
dedos tengo y de qué aspecto, etc. En
cada célula del cuerpo hay una descripción detallada
de la composición de todas las demás células del cuerpo. Es decir, que hay «algo de todo» en cada una de las células.
El todo está en la parte más minúscula.
A esas «partes
mínimas» que contienen «algo de todo»,
Anaxágoras las llamaba
«gérmenes» o «semillas».
Recordemos que para Empédocles era «el amor» lo que unía las partes en cuerpos enteros. También
Anaxágoras se imaginaba una especie
de fuerza que «pone orden» y crea animales y
humanos, flores y árboles. A esta fuerza la llamó espíritu o entendimiento (nous). Anaxágoras también es interesante por ser el primer
filósofo de los de Atenas. Vino de
Asia Menor, pero se trasladó a Atenas cuando
tenía unos 40 años. En Atenas lo acusaron de ateo y, al final, tuvo que marcharse de la ciudad. Entre otras cosas, había dicho que el sol no era un dios, sino una
masa ardiente más grande que la
península del Peloponeso.
Anaxágoras se interesaba en general por la astronomía. Opinaba que todos los astros estaban hechos de
la misma materia que la Tierra. A
esta teoría llegó después de haber estudiado un meteorito. Puede ser, decía, que haya personas en otros
planetas. También señaló que la
luna no lucía por propia fuerza sino que recibe
su luz de la Tierra. Explicó, además, el porqué de los eclipses de sol.
****************************
P. D. Gracias por tu atención, Sofía. Puede ser que tengas que leer y releer este capítulo antes de que lo
entiendas todo. Pero la comprensión
tiene necesariamente que costar algún esfuerzo. Seguramente no admirarías mucho a una amiga que entendiera de todo sin que
le hubiera costado ningún esfuerzo.
La mejor solución a la cuestión de la materia primaria y los cambios de la naturaleza tendrá que
esperar hasta mañana. Entonces conocerás a Demócrito. ¡No digo
nada más!
Sofía estaba
sentada en el Callejón mirando por un pequeño hueco en la maleza. Tenía que poner orden en sus pensamientos, después de todo lo que acababa de leer.
Era evidente
que el agua normal y corriente no podía convertirse en otra cosa que hielo y vapor. El agua ni siquiera
podía convertirse en una pera de agua, porque incluso una pera de agua estaba formada
por algo más que agua sola. Pero, si estaba tan segura de ello, sería porque lo había aprendido. ¿Habría
podido estar tan segura de que el hielo sólo estaba compuesto
de agua si no lo hubiera aprendido?
Al menos habría tenido que estudiar muy de cerca como el agua se congelaba y el hielo se derretía.
Sofía intentó,
volver a pensar de nuevo con su propia inteligencia, sin utilizar lo que había aprendido de otros.
Parménides se había negado a aceptar cualquier
forma de cambio. Cuanto más pensaba en ello Sofía, más convencida
estaba de que él,
de alguna manera, tenía razón. Con su inteligencia, el filósofo no podía aceptar que algo» de repente se convirtiera en algo completamente distinto. Había sido muy valiente
porque a la vez había tenido que negar todos aquellos cambios en la naturaleza que cualquier ser humano podía observar. Muchos se habrían reído de él.
También Empédocles había sido muy hábil utilizando su inteligencia al afirmar que el mundo necesariamente tenía que estar
formado por algo más que por un solo elemento
originario. De ese modo, se hacían posibles todos los cambios de la naturaleza
sin cambiar realmente.
Aquel viejo filósofo griego había descubierto todo esto utilizando
simplemente su razón. Naturalmente, habría estudiado la naturaleza, pero no tuvo posibilidad de realizar análisis químicos como hace la ciencia hoy en día.
Sofía no sabía si tenía mucha fe en que fueran precisamente la tierra, el aire, el fuego y el agua las materias de las que todo estaba hecho.
Pero eso no tenía importancia. En principio Empédocles tenía razón. La única posibilidad que tenemos de aceptar todos aquellos cambios que registran
nuestros ojos, es introducir más de un solo elemento.
A Sofía la filosofía
le parecía aún mas interesante porque podía seguir los argumentos con su propia razón, sin tener que acordarse de todo lo que había aprendido en el instituto.
Llegó a la conclusión de que, en realidad, la filosofía no es algo que se puede aprender,
sino que quizás uno pueda aprender a pensar filosóficamente.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario