Hoy comenzamos a leer el segundo
libro de Filosofía, se titula: El mundo de Sofía,
escrito por Jostein
Gaarder.
Espero le des atenta lectura, pues en
este texto aprenderemos en forma amena, muchas cosas sobre la filosofía y la
vida. Espero que sea provechosa la lectura.
El jardín del Edén
.... al fin y al cabo, algo
tuvo que surgir en algún momento de donde no había nada de nada...
Sofía Amundsen volvía a casa después del instituto. La primera parte del camino la había hecho en compañía de Jorunn. Habían hablado de robots. Jorunn opinaba que el cerebro humano era como un sofisticado ordenador. Sofía no estaba muy segura de estar de acuerdo. Un ser humano tenía que ser algo más que una máquina.
Se habían despedido junto al
hipermercado Sofía vivía al final de una gran urbanización de chalets, y su
camino al instituto, era casi el doble que el de Jorunn. Era como si su casa se
encontrara en el fin del mundo, pues más allá de jardín no había ninguna casa
más. Allí comenzaba el espeso bosque.
Giró para meterse por el Camino
del Trébol. Al final hacía una brusca curva que solían llamar Curva del
Capitán. Aquí sólo había gente los sábados y los domingos.
Era uno de los primeros días de
mayo. En algunos jardines se veían tupidas coronas de narcisos bajo los árboles
frutales. Los abedules tenían ya una fina capa de encaje verde.
¡Era curioso ver cómo todo
empezaba a crecer y brotar en esta época del año! ¿Cuál era la causa de que
kilos y kilos de esa materia vegetal verde saliera a chorros de la tierra
inanimada en cuanto las temperaturas subían y desaparecían los últimos restos
de nieve?
Sofía miró el buzón al abrir la
verja de su jardín. Solía haber un montón de cartas de propaganda, además de
unos sobres grandes para su madre. Tenía la costumbre de dejarlo todo en un
montón sobre la mesa de la cocina, antes de subir a su habitación para hacer
los deberes.
A su padre le llegaba únicamente
alguna que otra carta del banco, pero no era un padre normal y corriente. El
padre de Sofía era capitán de un gran petrolero y estaba ausente gran parte del
año.
Cuando pasaba en casa unas
semanas seguidas, se paseaba por ella haciendo la casa mas acogedora para Sofía
y su madre. Por otra parte, cuando estaba navegando resultaba a menudo muy
distante. Ese día sólo había una pequeña carta en el buzón, y era para Sofía.
«Sofía Amundsen», ponía en el
pequeño sobre. «Camino del Trébol 3. Eso era todo, no ponía quién la enviaba.
Ni siquiera tenía sello.
En cuanto hubo cerrado la puerta
de la verja, Sofía abrió el sobre. Lo único que encontró fue una notita, tan
pequeña como el sobre que la contenía. En la notita ponía: ¿Quién eres?
No ponía nada más. No traía ni
saludos ni remitente, sólo esas dos palabras escritas a mano con grandes
interrogaciones.
Volvió a mirar el sobre. Pues sí,
la carta era para ella. ¿Pero quién la había dejado en el buzón?
Sofía se apresuró a sacar la
llave y abrir la puerta de la casa pintada de rojo. Como de costumbre, al gato
Sherekan le dio tiempo a salir de entre los arbustos, dar un salto hasta la
escalera y meterse por la puerta antes de que Sofía tuviera tiempo de cerrarla.
–¡Misi, misi, misi!
Cuando la madre de Sofía estaba
de mal humor por alguna razón, decía a veces que su hogar era como una casa de
fieras, en otras palabras, una colección de animales de distintas clases. Y por
cierto, Sofía estaba muy contenta con la suya. Primero le habían regalado una
pecera con los peces dorados Flequillo de Oro, Caperucita Roja y Pedro el
Negro. Luego tuvo los periquitos Cada y Pizca, la tortuga Govinda y finalmente
el gato atigrado Sherekan. Había recibido todos estos animales como una especie
de compensación por parte de su madre, que volvía tarde del trabajo, y de su
padre, que tanto navegaba por el mundo.
Sofía se quitó la mochila y puso
un plato con comida para Sherekan. Luego se dejó caer sobre una banqueta de la
cocina con la misteriosa carta en la mano.
¿Quién eres?
En realidad no lo sabía. Era
Sofía Amundsen, naturalmente, pero
¿quién era eso? Aún no lo había
averiguado del todo.
¿Y si se hubiera llamado algo
completamente distinto? Anne Knutsen, por ejemplo. ¿En ese caso, habría sido
otra?
De pronto se acordó de que su
padre había querido que se llamara Synnove. Sofía intentaba imaginarse que
extendía la mano presentándose como Synnove Amundsen, pero no, no servía. Todo
el tiempo era otra chica la que se presentaba.
Se puso de pie de un salto y
entró en el cuarto de baño con la extraña carta en la mano. Se coloco delante
del espejo, y se miró fijamente a sí misma.
–Soy Sofía Amundsen –dijo.
La chica del espejo no contestó
ni con el más leve gesto. Hiciera lo que hiciera Sofía, la otra hacia
exactamente lo mismo. Sofía intentaba anticiparse al espejo con un rapidísimo
movimiento, pero la otra era igual de rápida.
–¿Quién eres? –preguntó.
No obtuvo respuesta tampoco
ahora, pero durante un breve instante llegó a dudar de si era ella o la del
espejo la que había hecho la pregunta.
Sofía apretó el dedo índice
contra la nariz del espejo y dijo:
–Tú eres yo:
Al no recibir ninguna respuesta,
dio la vuelta a la pregunta y dijo:
–Yo soy tu.
Sofía Amundsen no había estado
nunca muy contenta con su aspecto. Le decían a menudo que tenía bonitos ojos almendrados,
pero seguramente se lo dirían porque su nariz era demasiado pequeña y la boca
un poco grande. Además, tenía las orejas demasiado cerca de los ojos. Lo peor
de todo era ese pelo liso que resultaba imposible de arreglar. A veces su padre
le acariciaba el pelo llamándola la muchacha de los cabellos de lino», como la
pieza de música de Claude Debussy. Era fácil para él, que no estaba condenado a
tener ese pelo negro colgando durante toda su vida. En el pelo de Sofía no
servían ni el gel ni el spray.
A veces pensaba que le había
tocado un aspecto tan extraño que se preguntaba si no estaría mal hecha. Por lo
menos había oído hablar a su madre de un parto difícil. ¿Era realmente el parto
lo que decidía el aspecto que uno iba a tener?
¿No resultaba extraño el no saber
quien era? ¿No era también injusto no haber podido decidir su propio aspecto?
Simplemente había surgido así como así. A lo mejor podría elegir a sus amigos,
pero no se había elegido a sí misma. Ni siquiera había elegido ser un ser
humano.
¿Qué era un ser humano?
Sofía volvió a mirar a la chica
del espejo.
–Creo que me subo para hacer los
deberes de naturales –dijo, como si quisiera disculparse. Un instante después,
se encontraba en la entrada.
No, prefiero salir al jardín,
pensó.
–¡Misi, misi, misi, misi!
Sofía cogió al gato, lo sacó
fuera y cerró la puerta tras ella.
Cuando se encontró en el caminito
de gravilla con la misteriosa carta en la mano, tuvo de repente una extraña
sensación. Era como si fuese una muñeca que por arte de magia hubiera cobrado
vida.
¿No era extraño estar en el mundo
en este momento, poder caminar como por un maravilloso cuento?
Sherekan saltó ágilmente por la
gravilla y se metió entre unos tupidos arbustos de grosellas. Un gato vivo,
desde los bigotes blancos hasta el rabo juguetón en el extremo de su cuerpo
liso. También él estaba en el jardín, pero seguramente no era consciente de
ello de la misma manera que Sofía.
Conforme Sofía iba pensando en
que existía, también le daba por pensar en el hecho de que no se quedaría aquí
eternamente. Estoy en el mundo ahora, pensó. Pero un día habré desaparecido del
todo.
¿Habría alguna vida mas allá de
la muerte? El gato ignoraría también esa cuestión por completo?
La abuela de Sofía había muerto
hacía poco. Casi a diario durante medio año había pensado cuánto la echaba de
menos. ¿No era injusto que la vida tuviera que acabarse alguna vez?
En el camino de gravilla Sofía se
quedó pensando. Intentó pensar intensamente en que existía para de esa forma
olvidarse de que no se quedaría aquí para siempre. Pero resultó imposible. En
cuanto se concentraba en el hecho de que existía, inmediatamente surgía la idea
del fin de la vida. Lo mismo pasaba a la inversa: cuando había conseguido tener
una fuerte sensación de que un día desaparecería del todo, entendía realmente
lo enormemente valiosa que es la vida. Era como la cara y la cruz de una
moneda, una moneda a la que daba vueltas constantemente. Cuanto más grande y
nítida se veía una de las caras, mayor y más nítida se veía también la otra.
La vida y la muerte eran como dos
caras del mismo asunto.
No se puede tener la sensación de
existir sin tener también la sensación de tener que morir, pensó. De la misma
manera, resulta igualmente imposible pensar que uno va a morir, sin pensar al
mismo tiempo en lo fantástico que es vivir.
Sofía se acordó de que su abuela
había dicho algo parecido el día en que el médico le había dicho que estaba
enferma. Hasta ahora no he entendido lo valiosa que es la vida», había dicho.
¿No era triste que la mayoría de
la gente tuviera que ponerse enferma para darse cuenta de lo agradable que es
vivir?
¿Necesitarían acaso una carta
misteriosa en el buzón?
Quizás debiera mirar si había
algo más en el buzón. Sofía corrió hacia la verja y levantó la tapa verde. Se
sobresaltó al descubrir un sobre idéntico al primero. ¿Se había asegurado de
mirar si el buzón se había quedado vacío del todo la primera vez?
También en este sobre ponía su
nombre. Abrió el sobre y sacó una nota igual que la primera.
¿De dónde viene el mundo?,
ponía.
No tengo la más remota idea,
pensó Sofía. Nadie sabe esas cosas, supongo. Y sin embargo, Sofía pensó que era
una pregunta justificada. Por primera vez en su vida pensó que casi no tenía
justificación vivir en un mundo sin preguntarse siquiera de dónde venía ese
mundo.
Las cartas misteriosas la habían
dejado tan aturdida que decidió ir a sentarse al Callejón.
El Callejón era el escondite
secreto de Sofía. Solo iba allí cuando estaba muy enfadada, muy triste o muy
contenta. Ese día sólo estaba confundida.
La casa roja estaba dentro de un
gran jardín. Y en el jardín había muchas partes, arbustos de bayas, diferentes
frutales, un gran césped con mecedora e incluso un pequeño cenador que el
abuelo le había construido a la abuela cuando perdió a su primer hijo, a las
pocas semanas de nacer. La pobre pequeña se llamaba Marie. En la lápida ponía:
«La pequeña Marie llegó, nos saludó y se dio la vuelta.
En un rincón del jardín, detrás
de todos los frambuesos, había una maleza tupida donde no crecían ni flores ni
frutales. En realidad, era un viejo seto que servía de frontera con el gran
bosque, pero nadie lo había cuidado en los últimos veinte años, y se había
convertido en una maleza impenetrable. La abuela había contado que el seto
había dificultado el paso a las zorras que durante la guerra venían a la caza
de las gallinas que andaban sueltas por el jardín.
Para todos menos para Sofía, el
viejo seto resultaba tan inútil como las jaulas de conejos dentro del jardín.
Pero eso era porque no conocían el secreto de Sofía.
Desde que Sofía podía recordar,
había conocido la existencia del seto. Al atravesarlo encogida, llegaba a un
espacio grande y abierto entre los arbustos. Era como una pequeña cabaña. Podía
estar segura de que nadie la encontraría allí.
Sofía se fue corriendo por el
jardín con las dos cartas en la mano. Se tumbó para meterse por el seto. El
Callejón era tan grande que casi podía estar de pie, pero ahora se sentó sobre
unas gruesas raíces. Desde allí podía mirar hacia fuera a través de un par de
minúsculos agujeros entre las ramas y las hojas. Aunque ninguno de los agujeros
era mayor que una moneda de cinco coronas, tenía una especie de vista
panorámica de todo el jardín. De pequeña, le gustaba observar a sus padres
cuando andaban buscándola entre los árboles.
A Sofía el jardín siempre le
había parecido un mundo en sí. Cada vez que oía hablar del jardín del Edén en
el Génesis, se imaginaba sentada en su Callejón contemplando su propio paraíso.
«¿De dónde viene el mundo?»
Pues no lo sabía. Sofía sabía que
la Tierra no era sino un pequeño planeta en el inmenso universo. ¿Pero de dónde
venía el universo? Podría ser, naturalmente, que el universo hubiera existido
siempre; en ese caso, no sería preciso buscar una respuesta sobre su
procedencia. ¿Pero podía existir algo desde siempre? Había algo dentro de ella
que protestaba contra eso. Todo lo que es, tiene que haber tenido un principio,
¿no? De modo que el universo tuvo que haber nacido en algún momento de algo
distinto.
Pero si el universo hubiera
nacido de repente de otra cosa, entonces esa otra cosa tendría a su vez que
haber nacido de otra cosa. Sofía entendió que simplemente había aplazado el
problema. Al fin y al cabo, algo tuvo que surgir en algún momento de donde no
había nada de nada. ¿Pero era eso posible? ¿No resultaba eso tan imposible como
pensar que el mundo había existido siempre?
En el colegio aprendían que Dios
había creado el mundo, y ahora Sofía intentó aceptar esa solución al problema
como la mejor. Pero volvió a pensar en lo mismo. Podía aceptar que Dios había
creado el universo, pero y el propio Dios, ¿qué? ¿Se creó él a sí mismo
partiendo de la nada? De nuevo había algo dentro de ella que se rebelaba.
Aunque Dios seguramente pudo haber creado esto y aquello, no habría sabido
crearse a si mismo sin tener antes un sí mismo» con lo que crear. En ese caso,
sólo quedaba una posibilidad: Dios había existido siempre. ¡Pero si ella ya
había rechazado esa posibilidad! Todo lo que existe tiene que haber tenido un
principio.
–¡Caray!
Vuelve a abrir los dos sobres.
¿Quién eres?
¿De dónde viene el mundo?»
¡Qué preguntas tan maliciosas! ¿Y
de dónde venían las dos cartas? Eso era casi igual de misterioso
¿Quién había arrancado a Sofía de
lo cotidiano para de repente ponerla ante los grandes enigmas del universo?
Por tercera vez Sofía se fue al
buzón.
El cartero acababa de dejar el
correo del día. Sofía recogió un grueso montón de publicidad, periódicos y un
par de cartas para su madre. También había una postal con la foto de una playa
del sur. Dio la vuelta a la postal. Tenía sellos noruegos y un sello en el que
ponía Batallón de las Naciones Unidas». ¿Sería de su padre? ¿Pero no estaba en
otro sitio? Además, no era su letra.
Sofía notó que se le aceleraba el
pulso al leer el nombre del destinatario: Hilde Moller Knag c/o Sofía Amundsen,
Camino del Trébol 3...”. La dirección era la correcta. La postal decía:
Querida Hilde: Te felicito de
todo corazón por tu decimoquinto cumpleaños. Cómo puedes ver, quiero hacerte un
regalo con el que podrás crecer. Perdóname por enviar la postal a Sofía.
Resulta más fácil así.
Con todo cariño, papá.
Sofía volvió corriendo a la
cocina. Sentía como un huracán dentro de ella.
¿Quién era esa Hilde que cumplía
quince años poco más de un mes antes del día en que también ella cumplía quince
años?
Sofía cogió la guía telefónica de
la entrada. Había muchos Møller Knag.
Volvió a estudiar la misteriosa
postal. Sí, era autentica, con sello y matasellos.
¿Porqué un padre iba a enviar una
felicitación a la dirección de Sofía cuando estaba clarísimo que iba destinada
a otra persona?
¿Qué padre privaría a su hija de
la ilusión de recibir una tarjeta de cumpleaños enviándola a otras señas? ¿Por
qué resultaba «más fácil así»! Y ante todo: ¿cómo encontraría a Hilde?
De esta manera Sofía tuvo otro
problema más en que meditar. Intentó ordenar sus pensamientos de nuevo:
Esa tarde, en el transcurso de un
par de horas, se había encontrado con tres enigmas. Uno era quién había metido
los dos sobres blancos en su buzón. El segundo era aquellas difíciles preguntas
que presentaban esas cartas. El tercer enigma era quien era Hilde Møller Knag y
por qué Sofía había recibido una felicitación de cumpleaños para aquella chica
desconocida. (15)
Estaba segura de que los tres
enigmas estaban, de alguna manera, relacionados entre si, porque justo hasta
ese día había tenido una vida completamente normal.
ACTIVIDAD:
Que respuesta das a las preguntas
existenciales que le llegaron a Sofía: (Respóndelas en un video)
¿Quién eres tú?
¿Qué opinas de la vida?
¿Qué opinas de la muerte?
¿Quién o como se creó el mundo?
¿Qué aprendiste con Sofía?
NOTA: Fecha de entrega 24
de abril 2021
Ojo: Lee atentamente que después te
formularé otras preguntas sobre el texto.
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